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F. Engels

El origen de la familia, la propiedad privada y el estado

(1884)

 

 

IX

Barbarie y Civilización

 

Ya hemos seguido el curso de la disoluci�n de la gens en los tres grandes ejemplos particulares de los griegos, los romanos y los germanos. Para concluir, investiguemos las condiciones econ�micas generales que en el estadio superior de la barbarie minaban ya la organizaci�n gentil de la sociedad y la hicieron desaparecer con la entrada en escena de la civilizaci�n. "El Capital" de Marx nos ser� tan necesario aqu� como el libro de Morgan.

Nacida la gens en el estadio medio y desarrollada en el estadio superior del salvajismo, seg�n nos lo permiten juzgar los documentos de que disponemos, alcanz� su �poca m�s floreciente en el estadio inferior de la barbarie. Por tanto, este grado de evoluci�n es el que tomaremos como punto de partida.

Aqu�, donde los pieles rojas de Am�rica deben servirnos de ejemplo encontramos completamente desarrollada la constituci�n gentilicia. Una tribu se divide en varias gens; por lo com�n en dos; al aumentar la poblaci�n, cada una de estas gens primitivas se segmenta en varias gens hijas, para las cuales la gens madre aparece como fratria; la tribu misma se subdivide en varias tribus, donde encontramos, en la mayor�a de los casos, las antiguas gens; una confederaci�n, por lo menos en ciertas ocasiones, enlaza a las tribus emparentadas. Esta sencilla organizaci�n responde por completo a las condiciones sociales que la han engendrado. No es m�s que un agrupamiento espont�neo; es apta para allanar todos los conflictos que pueden nacer en el seno de una sociedad as� organizada. Los conflictos exteriores los resuelve la guerra, que puede aniquilar a la tribu, pero no avasallarla. La grandeza del r�gimen de la gens, pero tambi�n su limitaci�n, es que en ella no tienen cabida la dominaci�n ni la servidumbre. En el interior, no existe a�n diferencia entre derechos y deberes; para el indio no existe el problema de saber si es un derecho o un deber tomar parte en los negocios sociales, sumarse a una venganza de sangre o aceptar una compensaci�n; el plante�rselo le parecer�a tan absurdo como preguntarse si comer, dormir o cazar es un deber o un derecho. Tampoco puede haber all� divisi�n de la tribu o de la gens en clases distintas. Y esto nos conduce al examen de la base econ�mica de este orden de cosas.

La poblaci�n est� en extremo espaciada, y s�lo es densa en el lugar de residencia de la tribu, alrededor del cual se extiende en vasto c�rculo el territorio para la caza; luego viene la zona neutral del bosque protector que la separa de otras tribus. La divisi�n del trabajo es en absoluto espont�nea: s�lo existe entre los dos sexos. El hombre va a la guerra, se dedica a la caza y a la pesca, procura las materias primas para el alimento y produce los objetos necesarios para dicho prop�sito. La mujer cuida de la casa, prepara la comida y hace los vestidos; guisa, hila y cose. Cada uno es el amo en su dominio: el hombre en la selva, la mujer en la casa. Cada uno es el propietario de los instrumentos que elabora y usa: el hombre de sus armas, de sus pertrechos de caza y pesca; la mujer, de sus trebejos caseros. La econom�a dom�stica es comunista, com�n para varias y a menudo para muchas familias[1]. Lo que se hace y se utiliza en com�n es de propiedad com�n: la casa, los huertos, las canoas. Aqu�, y s�lo aqu�, es donde existe realmente "la propiedad fruto del trabajo personal", que los jurisconsultos y los economistas atribuyen a la sociedad civilizada y que es el �ltimo subterfugio jur�dico en el cual se apoya hoy la propiedad capitalista.

Pero no en todas partes se detuvieron los hombres en esta etapa. En Asia encontraron animales que se dejaron primero domesticar y despu�s criar. Antes hab�a que ir de caza para apoderarse de la hembra del b�falo salvaje; ahora, domesticada, esta hembra suministraba cada a�o una cr�a y, por a�adidura, leche. Ciertas tribus de las m�s adelantadas -los arios, los semitas y quiz�s los turanios-, hicieron de la domesticaci�n y despu�s de la cr�a y cuidado del ganado su principal ocupaci�n. Las tribus de pastores se destacaron del resto de la masa de los b�rbaros. Esta fue la primera gran divisi�n social del trabajo. Las tribus pastoriles, no s�lo produjeron muchos m�s, sino tambi�n otros v�veres que el resto de los b�rbaros. Ten�an sobre ellos la ventaja de poseer m�s leche, productos l�cteos y carne; adem�s, dispon�an de pieles, lanas, pelo de cabra, as� como de hilos y tejidos, cuya cantidad aumentaba con la masa de las materias primas. As� fue posible, por primera vez, establecer un intercambio regular de productos. En los estadios anteriores no puede haber sino cambios accidentales. Verdad es que una particular habilidad en la fabricaci�n de las armas y de los instrumentos puede producir una divisi�n transitoria del trabajo. As�, se han encontrado en muchos sitios restos de talleres, para fabricar instrumentos de s�lice, procedentes de los �ltimos tiempos de la Edad de Piedra. Los art�fices que ejercitaban en ellos su habilidad debieron de trabajar por cuenta de la colectividad, como todav�a lo hacen los artesanos en las comunidades gentilicias de la India. En todo caso, en esta fase del desarrollo s�lo pod�a haber cambio en el seno mismo de la tribu, y aun eso con car�cter excepcional. Pero en cuanto las tribus pastoriles se separaron del resto de los salvajes, encontramos enteramente formadas las condiciones necesarias para el cambio entre los miembros de tribus diferentes y para el desarrollo y consolidaci�n del cambio como una instituci�n regular. Al principio, el cambio se hizo de tribu a tribu, por mediaci�n de los jefes de las gens; pero cuando los reba�os empezaron poco a poco a ser propiedad privada, el cambio entre individuos fue predominando m�s y m�s y acab� por ser la forma �nica. El principal art�culo que las tribus de pastores ofrec�an en cambio a sus vecinos era el ganado; �ste lleg� a ser la mercanc�a que valoraba a todas las dem�s y se aceptaba con mucho gusto en todas partes a cambio de ellas; en una palabra, el ganado desempe�� las funciones de dinero y sirvi� como tal ya en aquella �poca. Con esa rapidez y precisi�n se desarroll� desde el comienzo mismo del cambio de mercanc�as la necesidad de una mercanc�a que sirviese de dinero.

El cultivo de los huertos, probablemente desconocido para los b�rbaros asi�ticos del estadio inferior, apareci� entre ellos mucho m�s tarde, en el estadio medio, como precursor de la agricultura. El clima de las mesetas tur�nicas no permite la vida pastoril sin provisiones de forraje para una larga y rigurosa invernada. As�, pues, era una condici�n all� necesaria el cultivo pratense y de cereales. Lo mismo puede decirse de las estepas situadas al norte del Mar Negro. Pero si al principio se recolect� el grano para el ganado, no tard� en llegar a ser tambi�n un alimento para el hombre. La tierra cultivada continu� siendo propiedad de la tribu y se entregaba en usufructo primero a la gens, despu�s a las comunidades de familias y, por �ltimo, a los individuos. Estos debieron de tener ciertos derechos de posesi�n, pero nada m�s.

Entre los descubrimientos industriales de ese estadio, hay dos important�simos. El primero es el telar y el segundo, la fundici�n de minerales y el labrado de los metales. El cobre, el esta�o y el bronce, combinaci�n de los dos primeros, eran con mucho los m�s importantes; el bronce suministraba instrumentos y armas, pero �stos no pod�an sustituir a los de piedra. Esto s�lo le era posible al hierro, pero a�n no se sab�a c�mo obtenerlo. El oro y la plata comenzaron a emplearse en alhajas y adornos, y probablemente alcanzaron un valor muy elevado con relaci�n al cobre y al bronce.

A consecuencia del desarrollo de todos los ramos de la producci�n - ganader�a, agricultura, oficios manuales dom�sticos-, la fuerza de trabajo del hombre iba haci�ndose capaz de crear m�s productos que los necesarios para su sostenimiento. Tambi�n aument� la suma de trabajo que correspond�a diariamente a cada miembro de la gens, de la comunidad dom�stica o de la familia aislada. Era ya conveniente conseguir m�s fuerza de trabajo, y la guerra la suministr�: los prisioneros fueron transformados en esclavos. Dadas todas las condiciones hist�ricas de aquel entonces, la primera gran divisi�n social del trabajo, al aumentar la productividad del trabajo, y por consiguiente la riqueza, y al extender el campo de la actividad productora, ten�a que traer consigo necesariamente la esclavitud. De la primera gran divisi�n social del trabajo naci� la primera gran escisi�n de la sociedad en dos clases: se�ores y esclavos, explotadores y explotados.

Nada sabemos hasta ahora acerca de cu�ndo y c�mo pasaron los reba�os de propiedad com�n de la tribu o de las gens a ser patrimonio de los distintos cabezas de familia; pero, en lo esencial, ello debi� de acontecer en este estadio. Y con la aparici�n de los reba�os y las dem�s riquezas nuevas, se produjo una revoluci�n en la familia. La industria hab�a sido siempre asunto del hombre; los medios necesarios para ella eran producidos por �l y propiedad suya. Los reba�os constitu�an la nueva industria; su domesticaci�n al principio y su cuidado despu�s, eran obra del hombre. Por eso el ganado le pertenec�a, as� como las mercanc�as y los esclavos que obten�a a cambio de �l. Todo el excedente que dejaba ahora la producci�n pertenec�a al hombre; la mujer participaba en su consumo, pero no ten�a ninguna participaci�n en su propiedad. El "salvaje", guerrero y cazador, se hab�a conformado con ocupar en la casa el segundo lugar, despu�s de la mujer; el pastor, "m�s dulce", engre�do de su riqueza, se puso en primer lugar y releg� al segundo a la mujer. Y ella no pod�a quejarse. La divisi�n del trabajo en la familia hab�a sido la base para distribuir la propiedad entre el hombre y la mujer. Esta divisi�n del trabajo en la familia continuaba siendo la misma, pero ahora trastornaba por completo las relaciones dom�sticas existentes por la mera raz�n de que la divisi�n del trabajo fuera de la familia hab�a cambiado. La misma causa que hab�a asegurado a la mujer su anterior supremac�a en la casa -su ocupaci�n exclusiva en las labores dom�sticas-, aseguraba ahora la preponderancia del hombre en el hogar: el trabajo dom�stico de la mujer perd�a ahora su importancia comparado con el trabajo productivo del hombre; este trabajo lo era todo; aqu�l, un accesorio insignificante. Esto demuestra ya que la emancipaci�n de la mujer y su igualdad con el hombre son y seguir�n siendo imposibles mientras permanezca excluida del trabajo productivo social y confinada dentro del trabajo dom�stico, que es un trabajo privado. La emancipaci�n de la mujer no se hace posible sino cuando �sta puede participar en gran escala, en escala social, en la producci�n y el trabajo dom�stico no le ocupa sino un tiempo insignificante. Esta condici�n s�lo puede realizarse con la gran industria moderna, que no solamente permite el trabajo de la mujer en vasta escala, sino que hasta lo exige y tiende m�s y m�s a transformar el trabajo dom�stico privado en una industria p�blica.

La supremac�a efectiva del hombre en la casa hab�a hecho caer los postreros obst�culos que se opon�an a su poder absoluto. Este poder absoluto lo consolidaron y eternizaron la ca�da del derecho materno, la introducci�n del derecho paterno y el paso gradual del matrimonio sindi�smico a la monogamia. Pero esto abri� tambi�n una brecha en el orden antiguo de la gens; la familia particular lleg� a ser potencia y se alz� amenazadora frente a la gens.

El progreso m�s inmediato nos conduce al estadio superior de la barbarie, per�odo en que todos los pueblos civilizados pasan su �poca heroica: la edad de la espada de hierro, pero tambi�n del arado y del hacha de hierro. Al poner este metal a su servicio, el hombre se hizo due�o de la �ltima y m�s importante de las materias primas que representaron en la historia un papel revolucionario; la �ltima sin contar la patata. El hierro hizo posible la agricultura en grandes �reas, el desmonte de las m�s extensas comarcas selv�ticas; dio al artesano un instrumento de una dureza y un filo que ninguna piedra y ning�n otro metal de los conocidos entonces pod�a tener. Todo esto acaeci� poco a poco; el primer hierro era a�n a menudo m�s blando que el bronce. Por eso el arma de piedra fue desapareciendo con lentitud; no s�lo en el canto de Hildebrando, sino tambi�n en la batalla de Hastings, en 1066, aparecen en el combate las hachas de piedra. Pero el progreso era ya incontenible, menos intermitente y m�s r�pido. La ciudad, encerrando dentro de su recinto de murallas, torres y almenas de piedra, casas tambi�n de piedra y de ladrillo, se hizo la residencia central de la tribu o de la confederaci�n de tribus. Fue esto un progreso considerable en la arquitectura, pero tambi�n una se�al de peligro creciente y de necesidad de defensa. La riqueza aumentaba con rapidez, pero bajo la forma de riqueza individual; el arte de tejer, el labrado de los metales y otros oficios, cada vez m�s especializados, dieron una variedad y una perfecci�n creciente a la producci�n; la agricultura empez� a suministrar, adem�s de grano, legumbres y frutas, aceite y vino, cuya preparaci�n hab�ase aprendido. Un trabajo tan variado no pod�a ser ya cumplido por un solo individuo y se produjo la segunda gran divisi�n del trabajo: los oficios se separaron de la agricultura. El constante crecimiento de la producci�n, y con ella de la productividad del trabajo, aument� el valor de la fuerza de trabajo del hombre; la esclavitud, a�n en estado naciente y espor�dico en el anterior estadio, se convirti� en un elemento esencial del sistema social. Los esclavos dejaron de ser simples auxiliares y los llevaban por decenas a trabajar en los campos o en lose talleres. Al escindirse la producci�n en las dos ramas principales -la agricultura y los oficios manuales-, naci� la producci�n directa para el cambio, la producci�n mercantil, y con ella el comercio, no s�lo en el interior y en las fronteras de la tribu, sino tambi�n por mar. Todo esto ten�a a�n muy poco desarrollo. Los metales preciosos empezaban a convertirse en la mercanc�a moneda, dominante y universal; sin embargo, no se acu�aban �n y s�lo se cambiaban al peso.

La diferencia entre ricos y pobres se sum� a la existente entre libres y esclavos; de la nueva divisi�n del trabajo result� una nueva escisi�n de la sociedad de clases. La desproporci�n de los distintos cabezas de familia destruy� las antiguas comunidades comunistas dom�sticas en todas partes donde se hab�an mantenido hasta entonces; con ello se puso fin al trabajo com�n de la tierra por cuenta de dichas comunidades. El suelo cultivable se distribuy� entre las familias particulares; al principio de un modo temporal, y m�s tarde para siempre; el paso a la propiedad privada completa se realiz� poco a poco, paralelamente al tr�nsito del matrimonio sindi�smico, a la monogamia. La familia individual empez� a convertirse en la unidad econ�mica de la sociedad.

La creciente densidad de la poblaci�n requiri� lazos m�s estrechos en el interior y frente al exterior; la confederaci�n de tribus consangu�neas lleg� a ser en todas partes una necesidad, como lo fue muy pronto su fusi�n y la reuni�n de los territorios de las distintas tribus en el territorio com�n del pueblo. El jefe militar del pueblo -rex, basileus, thiudans- lleg� a ser un funcionario indispensable y permanente. La asamblea del pueblo se creci� all� donde a�n no exist�a. El jefe militar, el consejo y la asamblea del pueblo constitu�an los �rganos de la democracia militar salida de la sociedad gentilicia. Y esta democracia era militar porque la guerra y la organizaci�n para la guerra constitu�an ya funciones regulares de la vida del pueblo. Los bienes de los vecinos excitaban la codicia de los pueblos, para quienes la adquisici�n de riquezas era ya uno de los primeros fines de la vida. Eran b�rbaros: el saqueo les parec�a m�s f�cil y hasta m�s honroso que el trabajo productivo. La guerra, hecha anteriormente s�lo para vengar la agresi�n o con el fin de extender un territorio que hab�a llegado a ser insuficiente, se libraba ahora sin m�s prop�sito que el saqueo y se convirti� en una industria permanente. Por algo se alzaban amenazadoras las murallas alrededor de las nuevas ciudades fortificadas: sus fosos eran la tumba de la gens y sus torres alcanzaban ya la civilizaci�n. En el interior ocurri� lo mismo. Las guerras de rapi�a aumentaban el poder del jefe militar superior, como el de los jefes inferiores; la elecci�n habitual de sus sucesores en las mismas familias, sobre todo desde que se hubo introducido el derecho paterno, paso poco a poco a ser sucesi�n hereditaria, tolerada al principio, reclamada despu�s y usurpada por �ltimo; con ello se echaron los cimientos de la monarqu�a y de la nobleza hereditaria. As� los organismos de la constituci�n gentilicia fueron rompiendo con las ra�ces que ten�an en el pueblo, en la gens, en la fratria y en la tribu, con lo que todo el r�gimen gentilicio se transform� en su contrario: de una organizaci�n de tribus para la libre regulaci�n de sus propios asuntos, se troc� en una organizaci�n para saquear y oprimir a los vecinos; con arreglo a esto, sus organismos dejaron de ser instrumento de la voluntad del pueblo y se convirtieron en organismos independientes para dominar y oprimir al propio pueblo. Esto nunca hubiera sido posible si el s�rdido af�n de riquezas no hubiese dividido a los miembros de la gens en ricos y pobres, "si la diferencia de bienes en el seno de una misma gens no hubiese transformado la comunidad de intereses en antagonismo entre los miembros de la gens" (Marx) y si la extensi�n de la esclavitud no hubiese comenzado a hacer considerar el hecho de ganarse la vida por medio del trabajo como un acto digno tan s�lo de un esclavo y m�s deshonroso que la rapi�a. 

 

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Henos ya en los umbrales de la civilizaci�n, que se inicia por un nuevo progreso de la divisi�n del trabajo. En el estadio m�s inferior, los hombres no produc�an sino directamente para satisfacer sus propias necesidades; los pocos actos de cambio que se efectuaban eran aislados y s�lo ten�an por objeto excedentes obtenidos por casualidad. En el estadio medio de la barbarie, encontramos ya en los pueblos pastores una propiedad en forma de ganado, que, si los reba�os son suficientemente grandes, suministra con regularidad un excedente sobre el consumo propio; al mismo tiempo encontramos una divisi�n del trabajo entre los pueblos pastores y las tribus atrasadas, sin reba�os; y de ah� dos grados de producci�n diferentes uno junto a otro y, por tanto, las condiciones para un cambio regular. El estadio superior de la barbarie introduce una divisi�n m�s grande a�n del trabajo: entre la agricultura y los oficios manuales; de ah� la producci�n cada vez mayor de objetos fabricados directamente para el cambio y la elevaci�n del cambio entre productores individuales a la categor�a de necesidad vital de la sociedad. La civilizaci�n consolida y aumenta todas estas divisiones del trabajo ya existentes, sobre todo acentuando el contraste entre la ciudad y el campo (lo cual permite a la ciudad dominar econ�micamente al campo, como en la antig�edad, o al campo dominar econ�micamente a la ciudad, como en la Edad Media), y a�ade una tercera divisi�n del trabajo, propio de ella y de capital importancia, creando una clase que no se ocupa de la producci�n, sino �nicamente del cambio de los productos: los mercaderes. Hasta aqu� s�lo la producci�n hab�a determinado los procesos de formaci�n de clases nuevas; las personas que tomaban parte en ella se divid�an en directores y ejecutores o en productores en grande y en peque�a escala. Ahora aparece por primera vez una clase que, sin tomar la menor parte en la producci�n, sabe conquistar su direcci�n general y avasallar econ�micamente a los productores; una clase que se convierte en el intermediario indispensable entre cada dos productores y los explota a ambos. So pretexto de desembarazar a los productores de las fatigas y los riesgos del cambio, de extender la salida de sus productos hasta los mercados lejanos y llegar a ser as� la clase m�s �til de la poblaci�n, se forma una clase de par�sitos, una clase de verdaderos gorrones de la sociedad, que como compensaci�n por servicios en realidad muy mezquinos se lleva la nata de la producci�n patria y extranjera, amasa r�pidamente riquezas enormes y adquiere una influencia social proporcionada a �stas y, por eso mismo, durante el per�odo de la civilizaci�n, va ocupando una posici�n m�s y m�s honor�fica y logra un dominio cada vez mayor sobre la producci�n, hasta que acaba por dar a luz un producto propio: las crisis comerciales peri�dicas.

Verdad es que en el grado de desarrollo que estamos analizando, la naciente clase de los mercaderes no sospechaba a�n las grandes cosas a que estaba destinada. Pero se form� y se hizo indispensable, y esto fue suficiente. Con ella apareci� el "dinero met�lico", la moneda acu�ada, nuevo medio para que el no productor dominara al productor y a su producci�n. Se hab�a hallado la mercanc�a por excelencia, que encierra en estado latente todas las dem�s, el medio m�gico que puede transformarse a voluntad en todas las cosas deseables y deseadas. Quien la pose�a era due�o del mundo de la producci�n. �Y qui�n la posey� antes que todos? El mercader. En sus manos, el culto del dinero estaba bien seguro. El mercader se cuid� de esclarecer que todas las mercanc�as, y con ellas todos sus productores, deb�an prosternarse ante el dinero. Prob� de una manera pr�ctica que todas las dem�s formas de la riqueza no eran sino una quimera frente a esta encarnaci�n de riqueza como tal. De entonces ac�, nunca se ha manifestado el poder del dinero con tal brutalidad, con semejante violencia primitiva como en aquel per�odo de su juventud. Despu�s de la compra de mercanc�as por dinero, vinieron los pr�stamos y con ellos el inter�s y la usura. Ninguna legislaci�n posterior arroja tan cruel e irremisiblemente al deudor a los pies del acreedor usurero, como lo hac�an las leyes de la antigua Atenas y de la antigua Roma; y en ambos casos esas leyes nacieron espont�neamente, bajo la forma de derecho consuetudinario, sin m�s compulsi�n que la econ�mica.

Junto a la riqueza en mercanc�as y en esclavos, junto a la fortuna en dinero, apareci� tambi�n la riqueza territorial. El derecho de posesi�n sobre las parcelas del suelo, concedido primitivamente a los individuos por la gens o por la tribu, se hab�a consolidado hasta el punto de que esas parcelas les pertenec�an como bienes hereditarios. Lo que en los �ltimos tiempos hab�an reclamado ante todo era quedar libres de los derechos que ten�a sobre esas parcelas la comunidad gentilicia, derechos que se hab�an convertido para ellos en una traba. Esa traba desapareci�, pero al poco tiempo desaparec�a tambi�n la nueva propiedad territorial. La propiedad plena y libre del suelo no significaba tan s�lo facultad de poseerlo �ntegramente, sin restricci�n alguna, sino que tambi�n quer�a decir facultad de enajenarlo. Esta facultad no existi� mientras el suelo fue propiedad de la gens. Pero cuando el nuevo propietario suprimi� de una manera definitiva las trabas impuestas por la propiedad suprema de la gens y de la tribu, rompi� tambi�n el v�nculo que hasta entonces lo un�a indisolublemente con el suelo. Lo que esto significaba se lo ense�� el dinero descubierto al mismo tiempo que adven�a la propiedad privada de la tierra. El suelo pod�a ahora convertirse en una mercanc�a susceptible de ser vendida o pignorada. Apenas se introdujo la propiedad privada de la tierra, se invent� la hipoteca (v�ase Atenas). As� como el heterismo y la prostituci�n pisan los talones a la monogamia, de igual modo, a partir de este momento, la hipoteca se aferra a los faldones de la propiedad inmueble. �No quisisteis tener la propiedad del suelo completa, libre, enajenable? Pues, bien �ya la ten�is! �Tu l'as voulu, George Dandin!� [2].

As�, junto a la extensi�n del comercio, junto al dinero y la usura, junto a la propiedad territorial y la hipoteca progresaron r�pidamente la concentraci�n y la centralizaci�n de la fortuna en manos de una clase poco numerosa, lo que fue acompa�ado del empobrecimiento de las masas y del aumento num�rico de los pobres. La nueva aristocracia de la riqueza, en todas partes donde no coincidi� con la antigua nobleza tribal, acab� por arrinconar a �sta (en Atenas, en Roma y entre los germanos). Y junto con esa divisi�n de los hombres libres en clases con arreglo a sus bienes, se produjo, sobre todo en Grecia, un enorme acrecentamiento del n�mero de esclavos [3], cuyo trabajo forzado formaba la base de todo el edificio social.

Veamos ahora cu�l fue la suerte de la gens en el curso de esta revoluci�n social. Era impotente ante los nuevos elementos que hab�an crecido sin su concurso. Su primera condici�n de existencia era que los miembros de una gens o de una tribu estuviesen reunidos en el mismo territorio y habitasen en �l exclusivamente. Ese estado de cosas hab�a concluido hacia ya mucho. En todas partes estaban mezcladas gens y tribus; en todas partes esclavos, clientes y extranjeros viv�an entre los ciudadanos. La vida sedentaria, alcanzada s�lo hacia el fin del Estado medio de la barbarie, ve�ase alterada con frecuencia por la movilidad y los cambios de residencia debidos al comercio, a los cambios de ocupaci�n y a las enajenaciones de la tierra. Los miembros de las uniones gentilicias no pod�an reunirse ya para resolver sus propios asuntos comunes; la gens s�lo se ocupaba de cosas de menor importancia, como las fiestas religiosas, y eso a medias. Junto a las necesidades y los intereses para cuya defensa eran aptas y se hab�an formado las uniones gentilicias, la revoluci�n en las relaciones econ�micas y la diferenciaci�n social resultante de �sta hab�an dado origen a nuevas necesidades y nuevos intereses, que no s�lo eran extra�os, sino opuestos en todos los sentidos al antiguo orden gentilicio. Los intereses de los grupos de artesanos nacidos de la divisi�n del trabajo, las necesidades particulares de la ciudad, opuestas a las del campo, exig�an organismos nuevos; pero cada uno de esos grupos se compon�a de personas pertenecientes a las gens, fratrias y tribus m�s diversas, y hasta de extranjeros. Esos organismos ten�an, pues, que formarse necesariamente fuera del r�gimen gentilicio, aparte de �l y, por tanto, contra �l. Y en cada corporaci�n de gentiles a su vez se dejaba sentir este conflicto de intereses, que alcanzaba su punto culminante en la reuni�n de pobres y ricos, de usureros y deudores dentro de la misma gens y de la misma tribu. A esto a�ad�ase la masa de la nueva poblaci�n extra�a a las asociaciones gentilicias, que pod�a llegar a ser una fuerza en el pa�s, como sucedi� en Roma, y que, al mismo tiempo, era harto numerosa para poder ser admitida gradualmente en las estirpes y tribus consangu�neas. Las uniones gentilicias figuraban frente a esa masa como corporaciones cerradas, privilegiadas; la democracia primitiva, espont�nea, se hab�a transformado en una detestable aristocracia. En una palabra, el r�gimen de la gens, fruto de una sociedad que no conoc�a antagonismos interiores, no era adecuado sino para una sociedad de esta clase. No ten�a m�s medios coercitivos que la opini�n p�blica. Pero acababa de surgir una sociedad que, en virtud de las condiciones econ�micas generales de su existencia, hab�a tenido que dividirse en hombres libres y en esclavos, en explotadores ricos y en explotados pobres; una sociedad que no s�lo no pod�a conciliar estos antagonismos, sino que, por el contrario, se ve�a obligada a llevarlos a sus l�mites extremos. Una sociedad de este g�nero no pod�a existir sino en medio de una lucha abierta e incesante de estas clases entre s� o bajo el dominio de un tercer poder que, puesto aparentemente por encima de las clases en lucha, suprimiera sus conflictos abiertos y no permitiera la lucha de clases m�s que en el terreno econ�mico, bajo la forma llamada legal. El r�gimen gentilicio era ya algo caduco. Fue destruido por la divisi�n del trabajo, que dividi� la sociedad en clases, y remplazado por el Estado. 

 

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Hemos estudiado ya una por una las tres formas principales en que el Estado se alza sobre las ruinas de la gens. Atenas presenta la forma m�s pura y preponderantemente de los antagonismos de clase que se desarrollaban en el seno mismo de la sociedad gentilicia. En Roma la sociedad gentilicia se convirti� en una aristocracia cerrada en medio de una plebe numerosa y mantenida aparte, sin derechos, pero con deberes; la victoria de la plebe destruy� la antigua constituci�n de la gens e instituy� sobre sus ruinas el Estado, donde no tardaron en confundirse la aristocracia gentilicia y la plebe. Por �ltimo, entre los germanos vencedores del imperio romano el Estado surgi� directamente de la conquista de vastos territorios extranjeros que el r�gimen gentilicio era impotente para dominar. Pero como a esa conquista no iba unida una lucha seria con la antigua poblaci�n, ni una divisi�n m�s progresiva del trabajo; como el grado de desarrollo econ�mico de los vencidos y de los vencedores era casi el mismo, y, por consiguiente, subsist�a la antigua base econ�mica de la sociedad, la gens pudo sostenerse a trav�s de largos siglos, bajo una forma modificada, territorial, en la constituci�n de la marca, y hasta rejuvenecerse durante cierto tiempo, bajo una forma atenuada, en gens nobles y patricias posteriores y hasta en gens campesinas como en Dithmarschen[4].

As�, pues, el Estado no es de ning�n modo un poder impuesto desde fuera de la sociedad; tampoco es "la realidad de la idea moral", "ni la imagen y la realidad de la raz�n", como afirma Hegel. Es m�s bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesi�n de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicci�n consigo misma y est� dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar. Pero a fin de que estos antagonismos, estas clases con intereses econ�micos en pugna no se devoren a s� mismas y no consuman a la sociedad en una lucha est�ril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los l�mites del "orden". Y ese poder, nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella m�s y m�s, es el Estado.

Frente a la antigua organizaci�n gentilicia, el Estado se caracteriza en primer lugar por la agrupaci�n de sus s�bditos seg�n "divisiones territoriales". Las antiguas asociaciones gentilicias, constituidas y sostenidas por v�nculos de sangre, hab�an llegado a ser, seg�n lo hemos visto, insuficientes en gran parte, porque supon�an la uni�n de los asociados con un territorio determinado, lo cual hab�a dejado de suceder desde largo tiempo atr�s. El territorio no se hab�a movido, pero los hombres s�. Se tom� como punto de partida la divisi�n territorial, y se dej� a los ciudadanos ejercer sus derechos y sus deberes sociales donde se hubiesen establecido, independientemente de la gens y de la tribu. Esta organizaci�n de los s�bditos del Estado conforme al territorio es com�n a todos los Estados. Por eso nos parece natural; pero en anteriores cap�tulos hemos visto cu�n porfiadas y largas luchas fueron menester antes de que en Atenas y en Roma pudiera sustituir a la antigua organizaci�n gentilicia.

El segundo rasgo caracter�stico es la instituci�n de una "fuerza p�blica", que ya no es el pueblo armado. Esta fuerza p�blica especial h�cese necesaria porque desde la divisi�n de la sociedad en clases es ya imposible una organizaci�n armada espont�nea de la poblaci�n. Los esclavos tambi�n formaban parte de la poblaci�n; los 90.000 ciudadanos de Atenas s�lo constitu�an una clase privilegiada, frente a los 365.000 esclavos. El ej�rcito popular de la democracia ateniense era una fuerza p�blica aristocr�tica contra los esclavos, a quienes manten�a sumisos; mas, para tener a raya a los ciudadanos, se hizo necesaria tambi�n una polic�a, como hemos dicho anteriormente. Esta fuerza p�blica existe en todo Estado; y no est� formada s�lo por hombres armados, sino tambi�n por aditamentos materiales, las c�rceles y las instituciones coercitivas de todo g�nero, que la sociedad gentilicia no conoc�a. Puede ser muy poco importante, o hasta casi nula, en las sociedades donde a�n no se han desarrollado los antagonismos de clase y en territorios lejanos, como sucedi� en ciertos lugares y �pocas en los Estados Unidos de Am�rica. Pero se fortalece a medida que los antagonismos de clase se exacerban dentro del Estado y a medida que se hacen m�s grandes y m�s poblados los Estados colindantes. Y si no, exam�nese nuestra Europa actual, donde la lucha de clases y la rivalidad en las conquistas han hecho crecer tanto la fuerza p�blica, que amenaza con devorar a la sociedad entera y aun al Estado mismo.

Para sostener en pie esa fuerza p�blica, se necesitan contribuciones por parte de los ciudadanos del Estado: los "impuestos". La sociedad gentilicia nunca tuvo idea de ellos, pero nosotros los conocemos bastante bien. Con los progresos de la civilizaci�n, incluso los impuestos llegan a ser poco; el Estado libra letras sobre el futuro, contrata empr�stitos, contrae "deudas de Estado". Tambi�n de esto puede hablarnos, por propia experiencia, la vieja Europa.

Due�os de la fuerza p�blica y del derecho de recaudar los impuestos, los funcionarios, como �rganos de la sociedad, aparecen ahora situados por encima de �sta. El respeto que se tributaba libre y voluntariamente a los �rganos de la constituci�n gentilicia ya no les basta, incluso si pudieran ganarlo; veh�culos de un Poder que se ha hecho extra�o a la sociedad, necesitan hacerse respetar por medio de las leyes de excepci�n, merced a las cuales gozan de una aureola y de una inviolabilidad particulares. El m�s despreciable polizonte del Estado civilizado tiene m�s �autoridad� que todos los �rganos del poder de la sociedad gentilicia reunidos; pero el pr�ncipe m�s poderoso, el m�s grande hombre p�blico o guerrero de la civilizaci�n, puede envidiar al m�s modesto jefe gentil el respeto espont�neo y universal que se le profesaba. El uno se mov�a dentro de la sociedad; el otro se ve forzado a pretender representar algo que est� fuera y por encima de ella. Como el Estado naci� de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo, naci� en medio del conflicto de esas clases, es, por regla general, el Estado de la clase m�s poderosa, de la clase econ�micamente dominante, que, con ayuda de �l, se convierte tambi�n en la clase pol�ticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represi�n y la explotaci�n de la clase oprimida. As�, el Estado antiguo era, ante todo, el Estado de los esclavistas para tener sometidos a los esclavos; el Estado feudal era el �rgano de que se val�a la nobleza para tener sujetos a los campesinos siervos, y el moderno Estado representativo es el instrumento de que se sirve el capital para explotar el trabajo asalariado. Sin embargo, por excepci�n, hay per�odos en que las clases en lucha est�n tan equilibradas, que el poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia moment�nea respecto a una y otra. En este caso se halla la monarqu�a absoluta de los siglos XVII y XVIII, que manten�a a nivel la balanza entre la nobleza y la burgues�a; y en este caso estuvieron el bonapartismo del Primer Imperio franc�s [5], y sobre todo el del Segundo, vali�ndose de los proletarios contra la clase media, y de �sta contra aqu�llos. La m�s reciente producci�n de esta especie, donde opresores y oprimidos aparecen igualmente rid�culos, es el nuevo imperio alem�n de la naci�n bismarckiana: aqu� se contrapesa a capitalistas y trabajadores unos con otros, y se les extrae el jugo sin distinci�n en provecho de los junkers prusianos de provincias, venidos a menos.

Adem�s, en la mayor parte de los Estados hist�ricos los derechos concedidos a los ciudadanos se grad�an con arreglo a su fortuna, y con ello se declara expresamente que el Estado es un organismo para proteger a la clase que posee contra la despose�da. As� suced�a ya en Atenas y en Roma, donde la clasificaci�n era por la cuant�a de los bienes de fortuna. Lo mismo sucede en el Estado feudal de la Edad Media, donde el poder pol�tico se distribuy� seg�n la propiedad territorial. Y as� lo observamos en el censo electoral de los Estados representativos modernos. Sin embargo, este reconocimiento pol�tico de la diferencia de fortunas no es nada esencial. Por el contrario, denota un grado inferior en el desarrollo del Estado. La forma m�s elevada del Estado, la rep�blica democr�tica, que en nuestras condiciones sociales modernas se va haciendo una necesidad cada vez m�s ineludible, y que es la �nica forma de Estado bajo la cual puede darse la batalla �ltima y definitiva entre el proletariado y la burgues�a, no reconoce oficialmente diferencias de fortuna. En ella la riqueza ejerce su poder indirectamente, pero por ello mismo de un modo m�s seguro. De una parte, bajo la forma de corrupci�n directa de los funcionarios, de lo cual es Am�rica un modelo cl�sico, y, de otra parte, bajo la forma de alianza entre el gobierno y la Bolsa. Esta alianza se realiza con tanta mayor facilidad, cuanto m�s crecen las deudas del Estado y m�s van concentrando en sus manos las sociedades por acciones, no s�lo el transporte, sino tambi�n la producci�n misma, haciendo de la Bolsa su centro. Fuera de Am�rica, la nueva rep�blica francesa es un patente ejemplo de ello, y la buena vieja Suiza tambi�n ha hecho su aportaci�n en este terreno. Pero que la rep�blica democr�tica no es imprescindible para esa uni�n fraternal entre la Bolsa y el gobierno, lo prueba, adem�s de Inglaterra, el nuevo imperio alem�n, donde no puede decirse a qui�n ha elevado m�s arriba el sufragio universal, si a Bismarck o a Bleichr�der. Y, por �ltimo, la clase poseedora impera de un modo directo por medio del sufragio universal. Mientras la clase oprimida -- en nuestro caso el proletariado-- no est� madura para libertarse ella misma, su mayor�a reconoce el orden social de hoy como el �nico posible, y pol�ticamente forma la cola de la clase capitalista, su extrema izquierda. Pero a medida que va madurando para emanciparse ella misma, se constituye como un partido independiente, elige sus propios representantes y no los de los capitalistas. El sufragio universal es, de esta suerte, el �ndice de la madurez de la clase obrera. No puede llegar ni llegar� nunca a m�s en el Estado actual, pero esto es bastante. El d�a en que el term�metro del sufragio universal marque para los trabajadores el punto de ebullici�n, ellos sabr�n, lo mismo que los capitalistas, qu� deben hacer.

Por tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha habido sociedades que se las arreglaron sin �l, que no tuvieron la menor noci�n del Estado ni de su poder. Al llegar a cierta fase del desarrollo econ�mico, que estaba ligada necesariamente a la divisi�n de la sociedad en clases, esta divisi�n hizo del Estado una necesidad. Ahora nos aproximamos con rapidez a una fase de desarrollo de la producci�n en que la existencia de estas clases no s�lo deja de ser una necesidad, sino que se convierte positivamente en un obst�culo para la producci�n. Las clases desaparecer�n de un modo tan inevitable como surgieron en su d�a. Con la desaparici�n de las clases desaparecer� inevitablemente el Estado. La sociedad, reorganizando de un modo nuevo la producci�n sobre la base de una asociaci�n libre de productores iguales, enviar� toda la m�quina del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder: al museo de antig�edades, junto a la rueca y al hacha de bronce. 

 

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Por todo lo que hemos dicho, la civilizaci�n es, pues, el estadio de desarrollo de la sociedad en que la divisi�n del trabajo, el cambio entre individuos que de ella deriva, y la producci�n mercantil que abarca a una y otro, alcanzan su pleno desarrollo y ocasionan una revoluci�n en toda la sociedad anterior.

En todos los estadios anteriores de la sociedad, la producci�n era esencialmente colectiva y el consumo se efectuaba tambi�n bajo un r�gimen de reparto directo de los productos, en el seno de peque�as o grandes colectividades comunistas. Esa producci�n colectiva se realizaba dentro de los m�s estrechos l�mites, pero llevaba aparejado el dominio de los productores sobre el proceso de la producci�n y sobre su producto. Estos sab�an qu� era del producto: lo consum�an, no sal�a de sus manos. Y mientras la producci�n se efectu� sobre esta base, no pudo sobreponerse a los productores, ni hacer surgir frente a ellos el espectro de poderes extra�os, cual sucede regular e inevitablemente en la civilizaci�n.

Pero en este modo de producir se introdujo lentamente la divisi�n del trabajo, la cual min� la comunidad de producci�n y de apropiaci�n, erigi� en regla predominante la apropiaci�n individual, y de ese modo cre� el cambio entre individuos (ya examinamos anteriormente c�mo). Poco a poco, la producci�n mercantil se hizo la forma dominante.

Con la producci�n mercantil, producci�n no ya para el consumo personal, sino para el cambio, los productos pasan necesariamente de unas manos a otras. El productor se separa de su producto en el cambio, y ya no sabe qu� se hace de �l. Tan pronto como el dinero, y con �l el mercader, interviene como intermediario entre los productores, se complica m�s el sistema de cambio y se vuelve todav�a m�s incierto el destino final de los productos. Los mercaderes son muchos y ninguno de ellos sabe lo que hacen los dem�s. Ahora las mercanc�as no s�lo van de mano en mano, sino de mercado en mercado; los productores han dejado ya de ser due�os de la producci�n total de las condiciones de su propia vida, y los comerciantes tampoco han llegado a serlo. Los productos y la producci�n est�n entregados al azar.

Pero el azar no es m�s que uno de los polos de una interdependencia, el otro polo de la cual se llama necesidad. En la naturaleza, donde tambi�n parece dominar el azar, hace mucho tiempo que hemos demostrado en cada dominio particular la necesidad inmanente y las leyes internas que se afirman en aquel azar. Y lo que es cierto para la naturaleza, tambi�n lo es para la sociedad. Cuanto m�s escapa del control consciente del hombre y se sobrepone a �l una actividad social, una serie de procesos sociales, cuando m�s abandonada parece esa actividad al puro azar, tanto m�s las leyes propias, inmanentes, de dicho azar, se manifiestan como una necesidad natural. Leyes an�logas rigen las eventualidades de la producci�n mercantil y del cambio de las mercanc�as; frente al productor y al comerciante aislados, surgen como factores extra�os y desconocidos, cuya naturaleza es preciso desentra�ar y estudiar con suma meticulosidad. Estas leyes econ�micas de la producci�n mercantil se modifican seg�n los diversos grados de desarrollo de esta forma de producir; pero, en general, todo el per�odo de la civilizaci�n est� regido por ellas. Hoy, el producto domina a�n al productor; hoy, toda la producci�n social est� a�n regulada, no conforme a un plan elaborado en com�n, sino por leyes ciegas que se imponen con la violencia de los elementos, en �ltimo t�rmino, en las tempestades de las crisis comerciales peri�dicas.

Hemos visto c�mo en un estadio bastante temprano del desarrollo de la producci�n, la fuerza de trabajo del hombre llega a ser apta para suministrar un producto mucho m�s cuantioso de lo que exige el sustento de los productores, y c�mo este estadio de desarrollo es, en lo esencial, el mismo donde nacen la divisi�n del trabajo y el cambio entre individuos. No tard� mucho en ser descubierta la gran �verdad� de que el hombre tambi�n pod�a servir de mercanc�a, de que la fuerza de trabajo del hombre pod�a llegar a ser un objeto de cambio y de consumo si se hac�a del hombre un esclavo. Apenas comenzaron los hombres a practicar el cambio, ellos mismos se vieron cambiados. La voz activa se convirti� en voz pasiva, independientemente de la voluntad de los hombres.

Con la esclavitud, que alcanz� su desarrollo m�ximo bajo la civilizaci�n, realiz�se la primera gran escisi�n de la sociedad en una clase explotadora y una clase explotada. Esta escisi�n se ha sostenido durante todo el per�odo civilizado. La esclavitud es la primera forma de la explotaci�n, la forma propia del mundo antiguo; le suceden la servidumbre, en la Edad Media, y el trabajo asalariado en los tiempos modernos. Estas son las tres grandes formas del avasallamiento, que caracterizan las tres grandes �pocas de la civilizaci�n; �sta va siempre acompa�ada de la esclavitud, franca al principio, m�s o menos disfrazada despu�s.

El estadio de la producci�n de mercanc�as, con el que comienza la civilizaci�n, se distingue desde el punto de vista econ�mico por la introducci�n: 1) de la moneda met�lica, y con ella del capital en dinero, del inter�s y de la usura; 2) de los mercaderes, como clase intermediaria entre los productores; 3) de la propiedad privada de la tierra y de la hipoteca, y 4) del trabajo de los esclavos como forma dominante de la producci�n. La forma de familia que corresponde a la civilizaci�n y vence definitivamente con ella es la monogamia, la supremac�a del hombre sobre la mujer, y la familia individual como unidad econ�mica de la sociedad. La fuerza cohesiva de la sociedad civilizada la constituye el Estado, que, en todos los per�odos t�picos, es exclusivamente el Estado de la clase dominante y, en todos los casos, una m�quina esencialmente destinada a reprimir a la clase oprimida y explotada. Tambi�n es caracter�stico de la civilizaci�n, por una parte, fijar la oposici�n entre la ciudad y el campo como base de toda la divisi�n del trabajo social; y, por otra parte, introducir los testamentos, por medio de los cuales el propietario puede disponer de sus bienes aun despu�s de su muerte. Esta instituci�n, que es un golpe directo a la antigua constituci�n de la gens, era desconocida en Atenas aun en los tiempos de Sol�n; se introdujo muy pronto en Roma, pero ignoramos en qu� �poca [6]. En Alemania la implantaron los cl�rigos para que los c�ndidos alemanes pudiesen instituir con toda libertad legados a favor de la Iglesia.

Con este r�gimen como base, la civilizaci�n ha realizado cosas de las que distaba much�simo de ser capaz la antigua sociedad gentilicia. Pero las ha llevado a cabo poniendo en movimiento los impulsos y pasiones m�s viles de los hombres y a costa de sus mejores disposiciones. La codicia vulgar ha sido la fuerza motriz de la civilizaci�n desde sus primeros d�as hasta hoy, su �nico objetivo determinante es la riqueza, otra vez la riqueza y siempre la riqueza, pero no la de la sociedad, sino la de tal o cual miserable individuo. Si a pesar de eso han correspondido a la civilizaci�n el desarrollo creciente de la ciencia y reiterados per�odos del m�s opulento esplendor del arte, s�lo ha acontecido as� porque sin ello hubieran sido imposibles, en toda su plenitud, las actuales realizaciones en la acumulaci�n de riquezas.

Siendo la base de la civilizaci�n la explotaci�n de una clase por otra, su desarrollo se opera en una constante contradicci�n. Cada progreso de la producci�n es al mismo tiempo un retroceso en la situaci�n de la clase oprimida, es decir, de la inmensa mayor�a. Cada beneficio para unos es por necesidad un perjuicio para otros; cada grado de emancipaci�n conseguido por una clase es un nuevo elemento de opresi�n para la otra. La prueba m�s elocuente de esto nos la da la introducci�n de la maquinaria, cuyos efectos conoce hoy el mundo entero. Y si, como hemos visto, entre los b�rbaros apenas puede establecerse la diferencia entre los derechos y los deberes, la civilizaci�n se�ala entre ellos una diferencia y un contraste que saltan a la vista del hombre menos inteligente, en el sentido de que da casi todos los derechos a una clase y casi todos los deberes a la otra.

Pero eso no debe ser. Lo que es bueno para la clase dominante, debe ser bueno para la sociedad con la cual se identifica aqu�lla. Por ello, cuanto m�s progresa la civilizaci�n, m�s obligada se cree a cubrir con el manto de la caridad los males que ha engendrado fatalmente, a pintarlos de color de rosa o a negarlos. En una palabra, introduce una hipocres�a convencional que no conoc�an las primitivas formas de la sociedad ni aun los primeros grados de la civilizaci�n, y que llega a su cima en la declaraci�n: la explotaci�n de la clase oprimida es ejercida por la clase explotadora exclusiva y �nicamente en beneficio de la clase explotada; y si esta �ltima no lo reconoce as� y hasta se muestra rebelde, esto constituye por su parte la m�s negra ingratitud hacia sus bienhechores, los explotadores [7].

Y, para concluir, v�ase el juicio que acerca de la civilizaci�n emite Morgan:

�Los hermanos se har�n la guerra y se convertir�n en asesinos unos de otros; hijos de hermanas romper�n sus lazos de estirpe�.

�Desde el advenimiento de la civilizaci�n ha llegado a ser tan enorme el acrecentamiento de la riqueza, tan diversas las formas de este acrecentamiento, tan extensa su aplicaci�n y tan h�bil su administraci�n en beneficio de los propietarios, que esa riqueza se ha constituido en una fuerza irreductible opuesta al pueblo. La inteligencia humana se ve impotente y desconcertada ante su propia creaci�n. Pero, sin embargo, llegar� un tiempo en que la raz�n humana sea suficientemente fuerte para dominar a la riqueza, en que fije las relaciones del Estado con la propiedad que �ste protege y los l�mites de los derechos de los propietarios. Los intereses de la sociedad son absolutamente superiores a los intereses individuales, y unos y otros deben concertarse en una relaci�n justa y arm�nica. La simple caza de la riqueza no es el destino final de la humanidad, a lo menos si el progreso ha de ser la ley del porvenir como lo ha sido la del pasado. El tiempo transcurrido desde el advenimiento de la civilizaci�n no es m�s que una fracci�n �nfima de la existencia pasada de la humanidad, una fracci�n �nfima de las �pocas por venir. La disoluci�n de la sociedad se yergue amenazadora ante nosotros, como el t�rmino de una carrera hist�rica cuya �nica meta es la riqueza, porque semejante carrera encierra los elementos de su propia ruina. La democracia en la administraci�n, la fraternidad en la sociedad, la igualdad de derechos y la instrucci�n general, inaugurar�n la pr�xima etapa superior de la sociedad, para la cual laboran constantemente la experiencia, la raz�n y la ciencia. Ser� un renacimiento de la libertad, la igualdad y la fraternidad de las antiguas gens, pero bajo una forma superior�. (Morgan, "La Sociedad Antigua", p�g. 552.)

 

 

NOTAS

[1] Sobre todo en las costas noroccidentales de Am�rica (v�ase Bancroft). En los haidhas, en la isla de la Reina Carlota, pueden encontrarse econom�as dom�sticas que abarcan hasta setecientas personas. Entre los notkas, tribus enteras viv�an bajo el mismo techo. (Nota de Engels).

[2] �As� lo has querido, Jorge Dandin! (Moli�re, "Jorge Dandin", acto I, escena 9) (N. de Edit. Progreso)

[3] V�ase ("G�nesis del Estado ateniense") el total de esclavos en Atenas. En Corinto, en los tiempos florecientes de la ciudad, era de 460.000; en Egina, de 470.000; en los dos casos, el n�mero de esclavos era diez veces el de los ciudadanos libres. (Nota de Engels). Engels da la p�gina de la 4� edici�n en alem�n.

[4] El primer historiador que se ha formado una idea, por lo menos aproximada, acerca de la naturaleza de la gens, es Niebuhr. La debe (as� como tambi�n los errores aceptados al mismo tiempo por �l) al conocimiento que ten�a de las gens dithm�rsicas. (Nota de Engels).

[5] El Primer Imperio existi� en Francia de 1804 a 1814.(N. de Edit. Progreso)

[6] "El Sistema de los derechos adquiridos" ("system der erworbenen Rechte") de Lassalle en su segunda parte gira principalmente sobre la tesis de que el testamento romano es tan antiguo como Roma misma, que �nunca hubo una �poca sin testamento� en la historia romana, y que el testamento naci� del culto a los difuntos, antes de la �poca romana. Lassalle, en su calidad de buen hegeliano de la vieja escuela, no deriva las disposiciones del Derecho romano de las relaciones sociales de los romanos, sino del �concepto especulativo� de la voluntad, y de este modo llega a ese aserto absolutamente antihist�rico. No debe extra�ar eso en un libro que en virtud de este mismo concepto especulativo llega a la conclusi�n de que en la herencia romana era una simple cuesti�n accesoria la transmisi�n de los bienes. Lassalle no se limita a creer en las ilusiones de los jurisconsultos romanos, especialmente de los de la primera �poca, sino que va a�n m�s lejos que ellos. (Nota de Engels).

[7] Tuve intenciones de valerme de la brillante cr�tica de la civilizaci�n que se encuentra esparcida en las obras de Carlos Fourier, para exponerla paralelamente a la de Morgan y a la m�a propia. Por desgracia, no he tenido tiempo para eso. Har� notar sencillamente que Fourier consideraba ya la monogamia y la propiedad sobre la tierra como las instituciones m�s caracter�sticas de la civilizaci�n, a la cual llama una guerra de los ricos contra los pobres. Tambi�n se encuentra ya en �l la profunda comprensi�n de que en todas las sociedades defectuosas y llenas de antagonismos, las familias individuales ("les familles incoh�rentes) son unidades econ�micas. su mismo grupo. MacLennan llama "tribus" ex�gamas a los primeros, end�gamas a los segundos, y a rengl�n seguido y sin m�s circunloquios se�ala que existe una ant�tesis bien marcada entre las "tribus" ex�gamas y end�gamas. Y a�n cuando sus propias investigaciones acerca de la exogamia le meten por los ojos el hecho de que esa ant�tesis en muchos, si no en la mayor�a o incluso en todos los casos, existe solamente en su imaginaci�n, no por eso deja de tomarla como base de toda su teor�a. Seg�n esta, las tribus ex�gamas no pueden tomar mujeres sino de otras tribus, cosa que, dada la guerra permanente entre las tribus, tan propia del estado salvaje, s�lo puede hacerse mediante el rapto. (Nota de Engels).