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F. Engels

El origen de la familia, la propiedad privada y el estado

(1884)

 

 

VIII

La Formación del Estado de los Germanos

 

Seg�n T�cito, los germanos eran un pueblo muy numeroso. Por C�sar nos formamos una idea aproximada de la fuerza de los diferentes pueblos germanos. Seg�n �l, los usip�teros y los te�cteros, que aparecieron en la orilla izquierda del Rin, eran 180.000, incluidos mujeres y ni�os. Por consiguiente, correspond�an cerca de 100.000 seres a cada pueblo[1], cifra mucho m�s alta, por ejemplo, que la de la totalidad de los iroqueses en los tiempos m�s florecientes, cuando en n�mero menor de 20.000 fueron el terror del pa�s entero comprendido desde los Grandes Lagos hasta el Oh�o y el Potomac. Si trat�ramos de se�alar en un mapa el emplazamiento de los pueblos de las m�rgenes del Rin, que conocemos mejor por los relatos llegados hasta nosotros, ver�amos que cada uno de ellos ocupa en el mapa, poco m�s o menos, la misma superficie de un departamento prusiano, o sea unos 10.000 kil�metros cuadrados o 182 millas geogr�ficas cuadradas. La "Germania Magna" de los romanos, hasta el V�stula, abarcaba en n�meros redondos 500.000 kil�metros cuadrados. Pues bien; tomando para cada pueblo la cifra media de 100.000 individuos, la poblaci�n total de la "Germania Magna" se elevar�a a 5 millones, cifra considerable para un grupo de pueblos b�rbaros, pero en extremo baja para nuestras actuales condiciones (10 habitantes por kil�metro cuadrado, o 550 por milla geogr�fica cuadrada). Pero esa cifra no incluye, ni mucho menos, a todos los germanos que viv�an en aquella �poca. Sabemos que a lo largo de los C�rpatos, hasta la desembocadura del Danubio, viv�an pueblos germanos de origen g�tico -los bastarnos, los peukinos y otros-, tan numerosos, que Plinio los tiene por la quinta tribu principal de los germanos; unos 180 a�os antes de nuestra era; esos pueblos serv�an ya como mercenarios al rey macedonio Perseo y en los primeros a�os del imperio de Augusto avanzaron hasta llegar a Andrin�polis. Supongamos que s�lo fuesen un mill�n, y tendremos, en los comienzos de nuestra era, un total probable de 6 millones de germanos, por lo menos.

Despu�s de fijar su residencia definitiva en Germania, la poblaci�n debi� de crecer con rapidez cada vez mayor; prueba de ello son los progresos industriales de que antes hablamos. Los descubrimientos hechos en los pantanos de Schleswig son del siglo III, a juzgar por las monedas romanas que forman parte de los mismos. As�, pues, por aquella �poca hab�a ya en las orillas del Mar B�ltico una industria metal�rgica y una industria textil desarrolladas, se desplegaba un comercio activo con el imperio romano y entre los ricos exist�a cierto lujo, indicio todo ello de una poblaci�n m�s densa. Pero tambi�n por aquella �poca comienza la ofensiva general de los germanos en toda la l�nea del Rin, de la frontera fortificada romana y del Danubio, desde el Mar del Norte hasta el Mar Negro, prueba directa del aumento constante de la poblaci�n, la cual tend�a a la expansi�n territorial. La lucha dur� tres siglos, durante los cuales todas las tribus principales de los pueblos g�ticos (excepto los godos escandinavos y los burgundos) avanzaron hacia el Sudeste, formando el ala izquierda de la gran l�nea de ataque, en el centro de la cual los altoalemanes (herminones) empujaban hacia el alto Danubio y en el ala derecha los istevones, llamados a la saz�n francos, a lo largo del Rin. A los ingevones les correspondi� conquistar la Gran Breta�a. A fines del siglo V, el imperio romano, d�bil, desangrado e impotente, se hallaba abierto a la invasi�n de los germanos.

Antes estuvimos junto a la cuna de la antigua civilizaci�n griega y romana. Ahora estamos junto a su sepulcro. La garlopa niveladora de la dominaci�n mundial de los romanos hab�a pasado durante siglos por todos los pa�ses de la cuenca del Mediterr�neo. En todas partes donde el idioma griego no ofreci� resistencia, las lenguas nacionales tuvieron que ir cediendo el paso a un lat�n corrupto; desaparecieron las diferencias nacionales, y ya no hab�a galos, �beros, ligures, n�ricos; todos se hab�an convertido en romanos. La administraci�n y el Derecho romanos hab�an disuelto en todas partes las antiguas uniones gentilicias y, a la vez, los �ltimos restos de independencia local o nacional. La flamante ciudadan�a romana conferida a todos, no ofrec�a compensaci�n; no expresaba ninguna nacionalidad, sino que indicaba tan s�lo la carencia de nacionalidad. Exist�an en todas partes elementos de nuevas naciones; los dialectos latinos de las diversas provincias fueron diferenci�ndose cada vez m�s; las fronteras naturales que hab�an determinado la existencia como territorios independientes de Italia, las Galias, Espa�a y �frica, subsist�an y se hac�an sentir a�n. Pero en ninguna parte exist�a la fuerza necesaria para formar con esos elementos naciones nuevas; en ninguna parte exist�a la menor huella de capacidad para desarrollarse, de energ�a para resistir, sin hablar ya de fuerzas creadoras. La enorme masa humana de aquel inmenso territorio, no ten�a m�s v�nculo para mantenerse unida que el Estado romano, y �ste hab�a llegado a ser con el tiempo su peor enemigo y su m�s cruel opresor. Las provincias hab�an arruinado a Roma; la misma Roma se hab�a convertido en una ciudad de provincia como las dem�s, privilegiada, pero ya no soberana; no era ni punto c�ntrico del imperio universal ni sede siquiera de los emperadores y gobernantes, pues �stos resid�an en Constantinopla, en Tr�veris, en Mil�n. El Estado romano se hab�a vuelto una m�quina gigantesca y complicada, con el exclusivo fin de explotar a los s�bditos. Impuestos, prestaciones personales al Estado y censos de todas clases sum�an a la masa de la poblaci�n en una pobreza cada vez m�s angustiosa. Las exacciones de los gobernantes, los recaudadores y los soldados reforzaban la opresi�n, haci�ndola insoportable. He aqu� a qu� situaci�n hab�a llevado el dominio del Estado romano sobre el mundo: basaba su derecho a la existencia en el mantenimiento del orden en el interior y en la protecci�n contra los b�rbaros en el exterior; pero su orden era m�s perjudicial que el peor desorden, y los b�rbaros contra los cuales pretend�a proteger a los ciudadanos eran esperados por �stos como salvadores.

No era menos desesperada la situaci�n social. En los �ltimos tiempos de la rep�blica, la dominaci�n romana reduc�ase ya a una explotaci�n sin escr�pulos de las provincias conquistadas; el imperio, lejos de suprimir aquella explotaci�n, la formaliz� legislativamente. Conforme iba declinando el imperio, m�s aumentaban los impuestos y prestaciones, mayor era la desverg�enza con que saqueaban y estrujaban los funcionarios. El comercio y la industria no hab�an sido nunca ocupaciones de los romanos, dominadores de pueblos; en la usura fue donde superaron a todo cuanto hubo antes y despu�s de ellos. El comercio que encontraron y que hab�a podido conservarse por cierto tiempo, pereci� por las exacciones de los funcionarios; y si algo qued� en pie, fue en la parte griega, oriental, del imperio, de la que no vamos a ocuparnos en el presente trabajo. Empobrecimiento general; retroceso del comercio, de los oficios manuales y del arte; disminuci�n de la poblaci�n; decadencia de las ciudades; descenso de la agricultura a un grado inferior; tales fueron los �ltimos resultados de la dominaci�n romana universal.

La agricultura, la m�s importante rama de la producci�n en todo el mundo antiguo, lo era ahora m�s que nunca. Los inmensos dominios ("latifundia") que desde el fin de la rep�blica ocupaban casi todo el territorio en Italia, hab�an sido explotados de dos maneras: o en pastos, all� donde la poblaci�n hab�a sido remplazada por ganado lanar o vacuno, cuyo cuidado no exig�a sino un peque�o n�mero de esclavos, o en villas, donde masas de esclavos se dedicaban a la horticultura en gran escala, en parte para satisfacer el af�n de lujo de los propietarios, en parte para proveer de v�veres a los mercados de las ciudades. Los grandes pastos hab�an sido conservados y hasta extendidos; las villas y su horticultura hab�anse arruinado por efecto del empobrecimiento de sus propietarios y de la decadencia de las ciudades. La explotaci�n de los "latifundia", basada en el trabajo de los esclavos, ya no produc�a beneficios, pero en aquella �poca era la �nica forma posible de la agricultura en gran escala. El cultivo en peque�as haciendas hab�a llegado a ser de nuevo la �nica forma remuneradora. Una tras otra fueron divididas las villas en peque�as parcelas y entregadas �stas a arrendatarios hereditarios, que pagaban cierta cantidad en dinero, o a "partiarii" (aparceros), m�s administradores que arrendatarios, que recib�an por su trabajo la sexta e incluso la novena parte del producto anual. Pero de preferencia se entregaban estas peque�as parcelas a colonos que pagaban en cambio una retribuci�n anual fija; estos colonos estaban sujetos a la tierra y pod�an ser vendidos con sus parcelas; no eran esclavos, hablando propiamente, pero tampoco eran libres; no pod�an casarse con mujeres libres, y sus uniones entre s� no se consideraban como matrimonios v�lidos, sino como un simple concubinato ("contibernium"), por el estilo del matrimonio entre esclavos. Fueron los precursores de los siervos de la Edad Media.

Hab�a pasado el tiempo de la antigua esclavitud. Ni en el campo, en la agricultura en gran escala, ni en las manufacturas urbanas, daba ya ning�n provecho que mereciese la pena; hab�a desaparecido el mercado para sus productos. La agricultura en peque�as haciendas y la peque�a industria a que se ve�a reducida la gigantesca producci�n esclavista de los tiempos del imperio, no ten�an d�nde emplear numerosos esclavos. En la sociedad ya no encontraban lugar sino los esclavos dom�sticos y de lujo de los ricos. Pero la agonizante esclavitud a�n era suficiente para hacer considerar todo trabajo productivo como tarea propia de esclavos e indigna de un romano libre, y entonces lo era cada cual. As�, vemos, por una parte, el aumento creciente de las manumisiones de esclavos superfluos, convertidos en una carga; y, por otra parte, el aumento de los colonos y los libres depauperados (an�logos a los "poor whites"[2] de los antiguos Estados esclavistas de Norteam�rica). El cristianismo no ha tenido absolutamente nada que ver con la extinci�n gradual de la esclavitud. Durante siglos coexisti� con la esclavitud en el imperio romano y m�s adelante jam�s ha impedido el comercio de esclavos de los cristianos, ni el de los germanos en el Norte, ni el de los venecianos en el Mediterr�neo, ni m�s recientemente la trata de negros[3]. La esclavitud ya no produc�a m�s de lo que costaba, y por eso acab� por desaparecer. Pero, al morir, dej� detr�s de s� su aguij�n venenoso bajo la forma de proscripci�n del trabajo productivo para los hombres libres. Tal es el callej�n sin salida en el cual se encontraba el mundo romano: la esclavitud era econ�micamente imposible, y el trabajo de los hombres libres estaba moralmente proscrito. La primera no pod�a ya y el segundo no pod�a a�n ser la forma b�sica de la producci�n social. La �nica salida posible era una revoluci�n radical.

La situaci�n no era mejor en las provincias. Las m�s amplias noticias que poseemos se refieren a las Galias. All�, junto a los colonos, a�n hab�a peque�os agricultores libres. Para estar a salvo contra las violencias de los funcionarios, de los magistrados y de los usureros, se pon�an a menudo bajo la protecci�n, bajo el patronato de un poderoso; y no fueron s�lo campesinos aislados quienes tomaron esta precauci�n, sino comunidades enteras, de tal suerte que en el siglo IV los emperadores tuvieron que promulgar con frecuencia decretos prohibiendo esta pr�ctica. Pero, �de qu� serv�a a los que buscaban protecci�n?. El se�or les impon�a la condici�n de que le transfiriesen el derecho de propiedad de sus tierras y en compensaci�n les aseguraba el usufructo vitalicio de las mismas. La Santa Iglesia recogi� e imit� celosamente esta artima�a en los siglos IX y X para agrandar el reino de Dios y sus propios bienes terrenales. Verdad es que por aquella �poca, hacia el a�o 475, Salviano, obispo de Marsella, indign�base a�n contra semejante robo y relataba que la opresi�n de los funcionarios romanos y de los grandes se�ores territoriales hab�a llegado a ser tan cruel, que muchos "romanos" hu�an a las regiones ocupadas ya por los b�rbaros, y los ciudadanos romanos establecidos en ellas nada tem�an tanto como volver a caer bajo la dominaci�n romana. El que por entonces muchos padres vend�an como esclavos a sus hijos a causa de la miseria, lo prueba una ley promulgada contra esta pr�ctica.

Por haber librado a los romanos de su propio Estado, los b�rbaros germanos se apropiaron de dos tercios de sus tierras y se las repartieron. El reparto se efectu� seg�n el orden establecido en la gens; como los conquistadores eran relativamente pocos, quedaron indivisas grand�simas extensiones, parte de ellas en propiedad de todo el pueblo y parte en propiedad de las distintas tribus y gens. En cada gens, los campos y prados dividi�ronse en partes iguales, por suertes, entre todos los hogares. No sabemos si posteriormente se hicieron nuevos repartos; en todo caso, esta costumbre pronto se perdi� en las provincias romanas, y las parcelas individuales se hicieron propiedad privada alienable, alodios ("alod"). Los bosques y los pastos permanecieron indivisos para su uso colectivo; este uso, lo mismo que el modo de cultivar la tierra repartida, se regulaba seg�n la antigua costumbre y por acuerdo de la colectividad. Cuanto m�s tiempo llevaba establecida la gens en su poblado, m�s iban confundi�ndose germanos y romanos y borr�ndose el car�cter familiar de la asociaci�n ante su car�cter territorial. La gens desapareci� en la marca, donde, sin embargo, se encuentran bastante a menudo huellas visibles del parentesco original de sus miembros. De esta manera, la organizaci�n gentilicia se transform� insensiblemente en una organizaci�n territorial y se puso en condiciones de adaptarse al Estado, por lo menos en los pa�ses donde se sostuvo la marca (Norte de Francia, Inglaterra, Alemania y Escandinavia). No obstante, mantuvo el car�cter democr�tico original propio de toda la organizaci�n gentilicia, y as� salv� -incluso en el per�odo de su degeneraci�n forzada- una parte de la constituci�n gentilicia, y con ella un arma en manos de los oprimidos que se ha conservado hasta los tiempos modernos.

Si el v�nculo consangu�neo se perdi� con rapidez en la gens, debiose a que sus organismos en la tribu y en el pueblo degeneraron por efecto de la conquista. Sabemos que la dominaci�n de los subyugados es incompatible con el r�gimen de la gens, y aqu� lo vemos en gran escala. Los pueblos germanos, due�os de las provincias romanas, ten�an que organizar su conquista. Pero no se pod�a absorber a las masas romanas en las corporaciones gentilicias, ni dominar a las primeras por medio de las segundas. A la cabeza de los cuerpos locales de la administraci�n romana, conservados al principio en gran parte, era preciso colocar, en sustituci�n del Estado romano, otro Poder, y �ste no pod�a ser sino otro Estado. As�, pues, los representantes de la gens ten�an que transformarse en representantes del Estado, y con suma rapidez, bajo la presi�n de las circunstancias. Pero el representante m�s propio del pueblo conquistador era el jefe militar. La seguridad interior y exterior del territorio conquistado requer�a que se reforzase el mando militar. Hab�a llegado la hora de transformar el mando militar en monarqu�a, y se transform�.

Veamos el imperio de los francos. En �l correspondi� a los salios victoriosos la posesi�n absoluta no s�lo de los vastos dominios del Estado romano, sino tambi�n de todos los dem�s inmensos territorios no distribuidos a�n entre las grandes y peque�as comunidades regionales y de las marcas, y principalmente la de todas las extens�simas superficies pobladas de bosques. Lo primero que hizo el rey franco, al convertirse de simple jefe militar supremo en un verdadero pr�ncipe, fue transformar esas propiedades del pueblo en dominios reales, robarlas al pueblo y donarlas o concederlas en feudo a las personas de su s�quito. Este s�quito, formado primitivamente por su guardia militar personal y por el resto de los mandos subalternos, no tard� en verse reforzado no s�lo con romanos (es decir, con galos romanizados), que muy pronto se hicieron indispensables por su educaci�n y su conocimiento de la escritura y del lat�n vulgar y literario, as� como del Derecho del pa�s, sino tambi�n con esclavos, siervos y libertos, que constitu�an su corte y entre los cuales eleg�a sus favoritos. A la m�s de esta gente se les don� al principio lotes de tierra del pueblo; m�s tarde se les concedieron bajo la forma de beneficios, otorgados la mayor�a de las veces, en los primeros tiempos, mientras viviese el rey. As� se sent� la base de una nobleza nueva a expensas del pueblo.

Pero esto no fue todo. Debido a sus vastas dimensiones, no se pod�a gobernar el nuevo Estado con los medios de la antigua constituci�n gentilicia; el consejo de los jefes, cuando no hab�a desaparecido hac�a mucho, no pod�a reunirse, y no tard� en verse remplazado por los que rodeaban de continuo al rey; se conserv� por pura f�rmula la antigua asamblea del pueblo, pero convertida cada vez m�s en una simple reuni�n de los mandos subalternos del ej�rcito y de la nueva nobleza naciente. Los campesinos libres propietarios del suelo, que eran la masa del pueblo franco, quedaron exhaustos y arruinados por las eternas guerras civiles y de conquista -por estas �ltimas, sobre todo, bajo Carlomagno- tan completamente, como anta�o les hab�a sucedido a los campesinos romanos en los postreros tiempos de la rep�blica. Estos campesinos, que originariamente formaron todo el ej�rcito y que constitu�an su n�cleo despu�s de la conquista de Francia, hab�an empobrecido hasta tal extremo a comienzos del siglo IX, que apenas uno por cada cinco dispon�a de los pertrechos necesarios para ir a la guerra. En lugar del ej�rcito de campesinos libres llamados a filas por el rey, surgi� un ej�rcito compuesto por los vasallos de la nueva nobleza. Entre esos servidores hab�a siervos, descendientes de aqu�llos que en otro tiempo no hab�an conocido ning�n se�or sino el rey, y que en una �poca a�n m�s remota no conoc�an a se�or ninguno, ni siquiera a un rey. Bajo los sucesores de Carlomagno, completaron la ruina de los campesinos francos las guerras intestinas, la debilidad del poder real, las correspondientes usurpaciones de los magnates -a quienes vinieron a agregarse los condes de las comarcas instituidos por Carlomagno, que aspiraban a hacer hereditarias sus funciones- y, por �ltimo, las incursiones de los normandos. Cincuenta a�os despu�s de la muerte de Carlomagno, yac�a el imperio de los francos tan incapaz de resistencia a los pies de los normandos, como cuatro siglos antes el imperio romano a los pies de los francos.

Y no s�lo hab�a la misma impotencia frente al exterior, sino casi el mismo orden, o m�s bien desorden social en el interior. Los campesinos francos libres se vieron de una situaci�n an�loga a la de sus predecesores, los colonos romanos. Arruinados por las guerras y por los saqueos, hab�an tenido que colocarse bajo la protecci�n de la nueva nobleza naciente o de la iglesia, siendo harto d�bil el poder real para protegerlos; pero esa protecci�n les costaba cara. Como en otros tiempos los campesinos galos, tuvieron que transferir la propiedad de sus tierras, poni�ndolas a nombre del se�or feudal, su patrono, de quien volv�an a recibirlas en arriendo bajo formas diversas y variables, pero nunca de otro modo sino a cambio de prestar servicios y de pagar un censo; reducidos a esta forma de dependencia, perdieron poco a poco su libertad individual, y al cabo de pocas generaciones, la mayor parte de ellos eran ya siervos. La rapidez con que desapareci� la capa de los campesinos libres la evidencia el libro catastral -compuesto por Irmin�n- de la abad�a de Saint-Germain-des-Pr�s, en otros tiempos pr�xima a Par�s y en la actualidad dentro del casco de la ciudad. En los extensos campos de la abad�a, diseminados en el contorno, hab�a entonces, por los tiempos de Carlomagno, 2.788 hogares, compuestos casi exclusivamente por francos con apellidos alemanes. Entre ellos cont�banse 2.080 colonos, 35 lites[4], 220 esclavos, �y nada m�s que ocho campesinos libres!. La pr�ctica de clarada imp�a por el obispo Salviano, y en virtud de la cual el patr�n hac�a que le fuera transferida la propiedad de las tierras del campesino y s�lo permit�a a �ste el usufructo vitalicio de ellas, la empleaba ya entonces de una manera general la Iglesia con respecto a los campesinos. Las prestaciones personales, que iban generaliz�ndose cada vez m�s, hab�an tenido su modelo tanto en las "angariae" romanas, cargas en pro del Estado, como en las prestaciones personales impuestas a los miembros de las marcas germanas para construir puentes y caminos y para otros trabajos de utilidad com�n. As�, pues, parec�a como si al cabo de cuatro siglos la masa de la poblaci�n hubiese vuelto a su punto de partida.

Pero esto no probaba sino dos cosas: en primer lugar, que la diferenciaci�n social y la distribuci�n de la propiedad en el imperio romano agonizante hab�an correspondido enteramente al grado de producci�n contempor�nea en la agricultura y la industria, siendo, por consiguiente, inevitables; en segundo lugar, que el estado de la producci�n no hab�a experimentado ning�n ascenso ni descenso esenciales en los cuatrocientos a�os siguientes y, por ello, hab�a producido necesariamente la misma distribuci�n de la propiedad y las mismas clases de la poblaci�n. En los �ltimos siglos del imperio romano, la ciudad hab�a perdido su dominio sobre el campo y no lo hab�a recobrado en los primeros siglos de la dominaci�n germana. Esto presupone un bajo grado de desarrollo de la agricultura y de la industria. Tal situaci�n general produce por necesidad grandes terratenientes dotados de poder y peque�os campesinos dependientes. Las inmensas experiencias hechas por Carlomagno con sus famosas villas imperiales, desaparecidas sin dejar casi huellas, prueban cu�n imposible era injertar en semejante sociedad la econom�a latif�ndica romana con esclavos o el nuevo cultivo en gran escala por medio de prestaciones personales. Estas experiencias s�lo las continuaron los conventos, y no fueron productivas m�s que para ellos pero los conventos eran corporaciones sociales de car�cter anormal, basadas en el celibato. Es cierto que pod�an realizar cosas excepcionales, pero, por lo mismo, ten�an que seguir siendo excepciones.

Y sin embargo, durante esos cuatrocientos a�os se hab�an hecho progresos. Si al expirar estos cuatro siglos encontramos casi las mismas clases principales que al principio, el hecho es que los hombres que formaban estas clases hab�an cambiado. La antigua esclavitud hab�a desaparecido, y hab�an desaparecido tambi�n los libres depauperados que menospreciaban el trabajo por estimarlo una ocupaci�n propia de esclavos. Entre el colono romano y el nuevo siervo hab�a vivido el libre campesino franco. El "recuerdo in�til y la lucha vana" del romanismo agonizante estaban muertos y enterrados. Las clases sociales del siglo IX no se hab�an formado con la decadencia de una civilizaci�n agonizante, sino entre los dolores de parto de una civilizaci�n nueva. La nueva generaci�n, lo mismo se�ores que siervos, era una generaci�n de hombres, si se compara con sus predecesores romanos. Las relaciones entre los poderosos terratenientes y los campesinos que de ellos depend�an, relaciones que hab�an sido para los romanos la forma de ruina irremediable del mundo antiguo, fueron para la generaci�n nueva el punto de partida de un nuevo desarrollo. Y adem�s, por est�riles que parezcan esos cuatrocientos a�os, no por eso dejaron de producir un gran resultado: las nacionalidades modernas, la refundici�n y la diferenciaci�n de la humanidad en la Europa occidental para la historia futura. Los germanos hab�an, en efecto, revivificado a Europa y por eso la destrucci�n de los Estados en el per�odo germ�nico no llev� al avasallamiento por normandos y sarracenos, sino a la evoluci�n de los beneficios y del patronato (encomienda) hacia el feudalismo y a un incremento tan intenso de la poblaci�n, que dos siglos despu�s pudieron soportarse sin gran da�o las fuertes sangr�as de las cruzadas.

Pero, �qu� misterioso sortilegio era el que permiti� a los germanos infundir una fuerza vital nueva a la Europa agonizante?. �Era un poder milagroso e innato a la raza germana, como nos cuentan nuestros historiadores patrioteros?. De ninguna manera. Los germanos, sobre todo en aquella �poca, eran una tribu aria muy favorecida por la naturaleza y en pleno proceso de desarrollo vigoroso. Pero no son sus cualidades nacionales espec�ficas las que rejuvenecieron a Europa, sino, sencillamente, su barbarie, su constituci�n gentilicia.

Su capacidad y su valent�a personales, su esp�ritu de libertad y su instinto democr�tico, que ve�a un asunto propio en los negocios p�blicos, en una palabra, todas las cualidades que los romanos hab�an perdido y �nicas capaces de formar, del cieno del mundo romano, nuevos Estados y nuevas nacionalidades, �qu� era sino los rasgos caracter�sticos de los b�rbaros del estadio superior de la barbarie, los frutos de su constituci�n gentilicia?.

Si transformaron la forma antigua de la monogamia, suavizaron la autoridad del hombre en la familia y dieron a la mujer una situaci�n m�s elevada de la que nunca antes hab�a conocido el mundo cl�sico, �qu� les hizo capaces de eso sino su barbarie, sus h�bitos de gentiles, las supervivencias, vivas en ellos, de los tiempos del derecho materno?.

Si -por lo menos en los tres pa�ses principales, Alemania, el Norte de Francia e Inglaterra- salvaron una parte del r�gimen genuino de la gens, transplant�ndola al Estado feudal bajo la forma de marcas, dando as� a la oprimida clase de los campesinos, hasta bajo la m�s cruel servidumbre de la Edad Media, una cohesi�n local y una fuerza de resistencia que no tuvieron a su disposici�n los esclavos de la antig�edad y no tiene el proletariado moderno, �a qu� se debe sino a su barbarie, a su sistema exclusivamente b�rbaro de colonizaci�n por gens?.

Y, por �ltimo, si desarrollaron y pudieron hacer exclusiva la forma de servidumbre mitigada que hab�an empleado ya en su pa�s natal y que fue sustituyendo cada vez m�s a la esclavitud en el imperio romano, forma que, como Fourier ha sido el primero en evidenciarlo, ofrece a los oprimidos medios para emanciparse gradualmente como clase ("fournit aux cultivateurs des moyens d'affranchissement collectif et progressif"), superando as� con mucho a la esclavitud, con la cual era s�lo posible la manumisi�n inmediata y sin transiciones del individuo (la antig�edad no presenta ning�n ejemplo de supresi�n de la esclavitud por una rebeli�n victoriosa), al paso que los siervos de la Edad Media llegaron poco a poco a conseguir su emancipaci�n como clase, �a qu� se debe esto sino a su barbarie, gracias a la cual no hab�an llegado a�n a una esclavitud completa, ni a la antigua esclavitud del trabajo ni a la esclavitud dom�stica oriental?.

Toda la fuerza y la vitalidad que los germanos aportaron al mundo romano, era barbarie. En efecto, s�lo b�rbaros eran capaces de rejuvenecer un mundo senil que sufr�a una civilizaci�n moribunda. Y el estadio superior de la barbarie, al cual se elevaron y en el cual vivieron los germanos antes de la emigraci�n de los pueblos, era precisamente el m�s favorable para ese proceso. Esto lo explica todo.

 

 

NOTAS

[1] Esta cifra la confirma el siguiente pasaje de Diodoro de Sicilia acerca de los celtas galos: "En la Galia viven numerosos pueblos, desiguales por su fuerza num�rica. Los m�s grandes, son de unos 200.000 individuos y los peque�os de 50.000" ("Diodorus Siculos", V, 25). O sea, por t�rmino medio, 125.000. Algunos pueblos galos, por efecto de su mayor grado de desarrollo, debieron ser, indudablemente, m�s numerosos que los germanos. (Nota de Engels.).

[2] Pobres blancos. (N. de Edit. Progreso).

[3] Seg�n el obispo Liutprando de Cremona, en el siglo X y en Verd�n, por consiguiente en el santo imperio alem�n, el principal ramo de la industria era la fabricaci�n de eunucos que se exportaban con gran provecho a Espa�a, para los harenes de los moros. (Nota de Engels).

[4] Categor�a social intermedia entre los colonos y los esclavos. (N. de Edit. Progreso).