Salvador Allende

Oficio al Presidente de la Corte Suprema de Justicia


Pronunciado: El 12 de junio de 1973.
Versión digital: Eduardo Rivas, 2015.
Esta edición: Marxists Internet Archive, 9 de febrero de 2016.


Oficio s/n; de fecha 12 de junio de 1973, dirigido por S.E. el Presidente de la República al Presidente de la Excma. Corte Suprema en relación con el cumplimiento por la autoridad administrativa de las resoluciones expedidas por los Tribunales de Justicia.

 

Santiago, 12 de junio de 1973.

 

Al señor Presidente de la Corte Suprema

Presente

 

Por oficio de 26 de mayo último, Ud. ha tenido a bien transcribirme un acuerdo adoptado por la Corte Suprema en que, luego de referirse a la orden de desalojo decretada en un proceso por usurpación iniciado en el Segundo Juzgado del Crimen de Rancagua, a cuyo respecto el señor Intendente de O’Higgins restara el amparo policial para su ejecución, formula seguidamente graves imputaciones a la autoridad administrativa y al Cuerpo de Carabineros.

En efecto, atribuye a la autoridad administrativa, según se manifiesta, “por enésima vez”, una “ilícita intromisión en asuntos judiciales”, como asimismo responsabiliza a Carabineros de obstruir “el cumplimiento de órdenes emanadas de un Juzgado del Crimen, que de acuerdo con la ley, deben ser ejecutadas por dicho cuerpo sin obstáculo alguno”. Tales afirmaciones constituyen una suerte de diagnóstico referido no sólo a una supuesta crisis del Estado de Derecho, sino también a una perentoria o inminente quiebra de la juridicidad del país.

La gravedad de las aseveraciones contenidas en el acuerdo de la Corte Suprema, que no se ajustan a la verdad jurídica y que sólo contribuyen a generar un estado de inquietud pública, colocan al Ejecutivo en el ineludible deber de formular las puntualizaciones que siguen.

Me veo impelido a ello, además, por cuanto en anteriores oportunidades esa Corte Suprema ha considerado pertinente hacer públicos y difundir a través de los medios informativos pronunciamientos similares a los que motivan esta respuesta, no obstante que en cada ocasión en que he sostenido entrevistas con su Presidente y otros de sus magistrados, sólo se me han planteado problemas que les afectan en el orden personal.

 

I. Como debe cumplir la autoridad administrativa el requerimiento de fuerza pública

Por expreso mandato constitucional, corresponde al Presidente de la República velar por la conservación del orden público. Este deber presidencial se cumple en el ámbito del Gobierno Interior del Estado, por Intendentes, Gobernadores y Subdelegados, en quienes radica -el artículo 45 y siguientes de la Ley de Régimen Interior- el deber de mantener la paz y el orden público.

Pues bien, conforme al texto del acuerdo de esa Excma. Corte, debiera inferirse que la autoridad administrativa y los encargados de suministrar el auxilio de la fuerza pública tendrían que proceder mecánicamente y sin más trámites a la ejecución de las resoluciones judiciales, por el solo hecho de ser requeridos por los Tribunales de Justicia.

Sin embargo, en virtud de principios universalmente aceptados y de diversas disposiciones constitucionales, y legales, las autoridades de Gobierno, garantes de la paz y el orden público, no pueden proceder sin ponderar previamente los antecedentes que les permitan, en cada caso, prever las consecuencias de orden personal, familiar o social que la ejecución de la resolución judicial pueda producir en el momento de que se trata.

Resulta inadmisible, en consecuencia, sostener que estas autoridades deban prestar el amparo policial en forma del todo indiscriminada, por cuanto ello podría conducir a situaciones que atenten precisamente contra la paz social y el orden público que están llamadas a cautelar. De ahí que estas autoridades administrativas y políticas se vean con frecuencia constreñidas a formular juicios de mérito u oportunidad para la prestación de la fuerza pública.

Si como en el caso a que se refiere US. y en otros análogos, no se ha proporcionado de inmediato el auxilio de la fuerza pública por algún Intendente, es porque ante la concurrencia de deberes en conflicto que cabía satisfacer, hubo de cumplirse con el deber prevaleciente de cautelar la tranquilidad social y la incolumidad física de personas colocadas en una situación de riesgo inminente frente a la ejecución indiscriminada de una resolución judicial. En tal sentido, obvio resulta comprender que la decisión de la autoridad significa sólo una suspensión momentánea de la prestación del auxilio de la fuerza pública. Asimismo, es ostensible que tal medida, adoptada por la autoridad en la esfera de sus atribuciones, no puede en modo alguno estimarse como un cuestionamiento de los fundamentos, justicia o legalidad de la resolución judicial cuya ejecución motiva el requerimiento de la fuerza pública.

Preciso es recordar que esta cautela o prudencia no ha sido por cierto exclusiva de autoridades de la actual administración. Así lo demuestran los reiterados casos de peticiones de desafuero de Intendentes y de Gobernadores formuladas en Gobiernos anteriores, fundadas en la demora del otorgamiento de la fuerza pública para cumplir fallos judiciales, que fueron desechados. Ello permite concluir cómo es que en todo tiempo se ha reconocido como deber primordial de las autoridades administrativas el mantenimiento de la paz social y el orden público. Cabe destacar que en tales ocasiones nunca el Poder Judicial estimó vulnerado el Estado de Derecho, ni mucho menos denunció la quiebra de la juridicidad.

Es oportuno recordar, a este propósito, que entre el 5 de septiembre y el 4 de noviembre de 1970, es decir, durante los últimos meses de la anterior administración, tuvo lugar la ocupación ilegal de varios miles de habitaciones construidas por los organismos dependientes del Ministerio de la Vivienda. Ello, sin embargo, no determinó la adopción de medidas de ninguna índole por las autoridades administrativas de la época, como tampoco indujo a V. E. a formular ninguna observación sobre el particular.

Más aún, el proyecto de ley que para resolver las situaciones creadas a raíz de estos hechos enviara al Congreso Nacional, en el mes de febrero de 1971, aún no termina su tramitación en las Cámaras.

La relación entre la autoridad judicial y la fuerza pública, cualquiera que sea la interpretación que se dé a los preceptos que rigen la materia, por más rigurosa que sea en cuanto a su inmediatez, está en todo caso subordinada al ámbito de las personas e intereses sociales afectados, en cada caso que el cumplimiento de la resolución trascienda una mera relación entre particulares. En efecto, el imperio de los tribunales, destinado a hacer cumplir lo resuelto, no debiera, por razones obvias, afectar o poner en peligro los bienes jurídicos de personas inocentes, ajenas al conflicto sobre que versa el proceso. Cuando el juez dispone una medida de fuerza que compromete a un grupo numeroso de personas, carece, las más de las veces, de los datos sobre el contexto social y los efectos concomitantes o ulteriores que la medida pueda acarrear. Cuando se emplean armas, disuasivos y en general vías de hecho sobre una multitud, es casi imposible que la violencia no alcance a personas en todo ajenas al asunto, incluyendo a vecinos, transeúntes, niños de corta edad, etc.

En otros términos, cada vez que el cumplimiento de una orden judicial, por sus características, trasciende a los individuos singulares comprometidos en el pleito, para derivar en un hecho social con grave riesgo para la integridad física, la salud o la vida de las personas, muchas de ellas ajenas a la relación procesal que dio origen a la medida, es deber de la autoridad administrativa y política tomar todos los resguardos en cuanto a la oportunidad, tiempo, forma, medios y procedimientos que aseguren que la tutela del bien jurídico impuesto por el juez no traiga aparejada una lesión más extensa y grave al orden público y la seguridad de las personas.

De ahí que el Ministerio del Interior haya instruido a los Cuerpos Policiales en el sentido de que, siempre que el cumplimiento de una resolución judicial conlleve riesgos como los anotados, informe de ellos a la autoridad administrativa, para que ésta quede en condiciones, si los datos de que dispone sobre el conjunto de la situación así lo aconsejan, de disponer una momentánea suspensión en la ejecución inmediata de la medida. Todo ello sin perjuicio de la responsabilidad que pueda derivar para el funcionario administrativo que sin motivo fundado determine tal postergación.

Los principios generales sobre estado de necesidad que rigen cualquier sistema jurídico, y los más elementales criterios de equidad, impiden también que la fuerza pública cumpla mecánicamente una orden, cualesquiera que sean sus inminentes consecuencias -aún no queridas por el propio juez que la impartió- y que importen un peligro para la integridad de bienes jurídicos de mayor valor que aquellos que se tratan de preservar a través de las medidas judiciales. Es comprensible que ni el juez ni los propios funcionarios policiales dispongan de una información requerida para evaluar de manera plena todos los aspectos de un grave conflicto social, ya que sus enfoques, por la misma índole de la esfera de atribuciones, son necesariamente parciales. De ahí que sea el Gobierno, al que la Constitución impone el deber de resguardar el orden público, dotado de toda la información necesaria, quien deba resolver, en un caso especial, si el cumplimiento sin más trámites de una orden particular debe dilatarse por un cierto lapso que asegure la protección a todos los intereses individuales y sociales comprometidos.

 

II. Mal uso del proceso penal

Es sabido que el Derecho Penal tiene un carácter meramente sancionatorio y que no es constitutivo de prohibiciones. Sus normas están dirigidas a reforzar con un régimen punitivo más drástico las prohibiciones emanadas del ordenamiento jurídico en su conjunto. En otras palabras, lo que es ilícito para el derecho común no puede ser ilícito para el derecho penal, cuya única misión es poner énfasis sobre las formas más toscas de infracción al orden jurídico, incriminándolas con la más severa de las sanciones esto es, con la pena.

Todo lo anterior explica el carácter excepcional y restrictivo de las normas penales y de su forma de ejecución, el proceso penal. De la misma manera pertenece a la lógica del derecho penal acudir en resguardo de los bienes jurídicos cuando su violación es más grave y ostensible; resulta un exceso inadmisible que los procedimientos especialmente rigurosos, propios del derecho penal, sean empleados para dirimir conflictos jurídicos de compleja y controvertible dilucidación.

Hay tratadistas, en efecto, que para referirse a la misión del derecho penal aluden al “mínimo del mínimo ético”. Los autores contemporáneos prefieren hablar del reforzamiento de los criterios ético-sociales fundamentales.

En suma, es a todas luces incompatible con el carácter del derecho penal y de su realización en el proceso penal que sus delicados mecanismos, previstos en resguardo de los bienes jurídicos fundamentales y frente a los ataques más intensos, para los cuales el régimen jurídico normal se vuelve ineficaz, aparezcan utilizados y desnaturalizados al servicio de conflictos jurídicos y controversias para los cuales el régimen institucional ha previsto vías normales y menos drásticas de solución.

Con una frecuencia que no tiene precedente, los órganos jurisdiccionales han comenzado, desde algún tiempo, a admitir querellas infundadas contra autoridades que ejercen sus facultades discrecionales en la esfera de sus atribuciones. Esta vía ha sido elegida por los que ejercen tales acciones con el evidente propósito de reclamar la protección a que se refiere el artículo 7° del Código de Procedimiento Penal, a la manera de subterfugio, de suerte de invalidar o restar eficacia a las decisiones gubernativas o de órganos de la administración.

Aunque la Constitución Política atribuye sanción de nulidad a la extralimitación de funciones, y el artículo 4° del Código Orgánico de Tribunales dispone que “es prohibido al Poder Judicial mezclarse en las atribuciones de otros poderes públicos y en general ejercer otras funciones que las determinadas en los artículos precedentes”, se han hecho habituales las acciones penales cuyo destino es manifiestamente infructuoso, pero que se emplean para turbar o invadir el normal desempeño del Poder Ejecutivo.

De entre los ejemplos más notorios de esta práctica o fenómeno que subvierte las atribuciones inherentes al Poder Judicial, transformándolas en un medio para estorbar el ejercicio legítimo de la autoridad, pueden mencionarse, muy especialmente, las variadas expresiones con que los tribunales suelen extender desmesuradamente el alcance de las medidas precautorias a que han dado lugar, respecto de las industrias requisadas o sometidas a intervención por decisión administrativa.

Es así que, por obra de la referida desnaturalización de las medidas cautelares previstas en el artículo 7° del Código de Procedimiento Penal, se da la paradoja inusitada en un Estado de Derecho de que autoridades, cuya investidura ha surgido de decisiones legítimas y aun ratificadas por el Organismo Contralor, aparecen despojadas de sus funciones y hasta constreñidas por la fuerza pública a abandonar el lugar de su desempeño, junto con los trabajadores objeto de semejantes querellas infundadas. Tal aconteció, para mencionar un caso notorio, con el interventor designado para el conflicto del diario La Mañana de Talca, para resolver el cual se dictó el decreto correspondiente de reanudación de faenas, sin que fuera objetado por el control de legalidad que debió realizar la Contraloría General de la República, por lo que el interventor aparecía dotado de atribuciones, cuya legitimidad estaba fuera de disputa. No obstante ello, la fuerza pública fue llamada por orden judicial a desalojar del recinto de dicho diario a los trabajadores en conflicto y al interventor. Estas personas decidieron, con espíritu patriótico, acatar la decisión improcedente del Tribunal, para no suscitar un conflicto de jurisdicción entre poderes del Estado, que inevitablemente daña la normalidad de nuestra vida institucional.

Por desgracia, este caso lamentable se ha ido transformando en un precedente que desfigura por completo la importantísima misión que los tribunales en lo criminal están llamados a cumplir en resguardo de los valores ético-sociales fundamentales. La opinión pública asiste con desconcierto a las limitaciones, defectos, falta de celeridad y eficacia de la justicia penal cuando debe reprimir a la criminalidad común, en especial respecto de los sectores más desamparados y humildes, que carecen de cercas protectoras en sus casas y de otros medios de resguardo. En tanto, numerosos jueces emplean el máximo de su celo y prontitud en la dictación de medidas precautorias, solicitadas por empresarios que usan de la acción penal por usurpación como pretexto para invocar el ya mencionado artículo 7° del Código de Procedimiento Penal, para evitar así la actividad legítima de la autoridad administrativa.

Algunos magistrados, llevados de una solicitud y entusiasmo inusuales en la interpretación del referido precepto, han logrado extraer de él un sentido y alcance tan desmesurado, que ya no tan sólo se veda a los interventores la realización de actos jurídicos, como girar en cuenta corriente, comprar, vender u otros semejantes, sino que les prohíbe su acceso físico al local de la industria en que deben desempeñarse. Esta fantasía, de constitucionalidad bien dudosa, conduce a situaciones difíciles y en todo caso perjudiciales para la economía nacional y de la propia empresa.

Al efecto se contabilizan cerca de treinta empresas afectadas con medidas precautorias. De entre ellas cabe mencionar a Fensa, Cristalerías Chile, Soprole, Metalúrgica Cerrillos, Cholguán, etc.

La decisión de un Ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago que, recientemente por la vía del tantas veces citado artículo 7° del Código de Procedimiento Penal, dispuso el alzamiento de la clausura temporal de una emisora de radio, impuesta por el Ministro Secretario General de Gobierno en virtud de la facultad que expresamente le franquea el Reglamento de Transmisiones de Radiodifusión, excede todo lo conocido hasta ahora en esta materia. En efecto, tal suspensión aparece decretada por el Gobierno dentro de la esfera discrecional de sus atribuciones, y ello aun si se prescinde de las consideraciones de fondo que tuvo en vista para disponerla. Dichas consideraciones se refieren a una información falsa y alarmista, que ponía en grave peligro el orden y seguridad públicos, en el contexto de un conflicto que, por sus caracteres, llevó a la autoridad a declarar una zona de estado de emergencia. Es más: constituye un deber del Poder Ejecutivo la conservación del orden público, de tal suerte que es de la esencia de sus funciones evaluar en cada caso el empleo de los instrumentos jurídicos de que dispone. Cierto es que se ha suscitado un debate sobre la eventual derogación del indicado Reglamento, controversia a cuyo respecto el Ministro del Interior, a través de extensas declaraciones, sustentó la tesis de su vigencia plena. Los argumentos aducidos por el Ministro conciernen al carácter de decreto con fuerza de ley y no de mero decreto supremo, que reviste el mencionado Reglamento; y a que, en todo caso, la norma constitucional del artículo 10, N° 3, a que se atribuye el efecto derogatorio, aunque confiere a la ley de aptitud para modificar el régimen de propiedad y funcionamiento de las estaciones transmisoras de radio, sólo podía constituir un impedimento para que en el futuro se altere el estatuto jurídico vigente por otro medio que no sea la ley, pero no puede importar la supresión retroactiva del estatuto jurídico que regía cuando se dictó la nueva norma constitucional.

Como sea, ya que se trata de un punto “exquisitamente” técnico de interpretación jurídica, queda enteramente descartado un posible delito de prevaricación derivado de la circunstancia de que un funcionario, que comparte la tesis del Gobierno sobre la validez de ese texto, le dé aplicación. Es sabido que todo delito exige dolo y conciencia de la ilicitud. Pero esta exigencia subjetiva es mucho más intensa cuando se trata de prevaricación, figura delictiva que, por su índole, no puede satisfacerse con el simple apartamiento respecto de la opinión sustentada por el juez, aunque fuera ésta la prevaleciente, precisándose de una actitud de deslealtad, de tendencia o propósito malicioso de actuar contra derecho. De otro modo, y el parangón es perfectamente legítimo, cualquier juez cuyo fallo fuere revocado podría ser procesado por prevaricación, lo que volverá imposible el acto mismo de interpretar la ley.

El énfasis sobre la subjetividad aparece puesto en el artículo 228 del Código Penal, al reclamar que la resolución manifiestamente injusta sea dictada a sabiendas. Lo que se dice respecto de la prevaricación dolosa vale también para la culposa, ya que la “negligencia o ignorancia inexcusables” son incompatibles con una actitud de adhesión a principios jurídicos seriamente fundados y sólo pueden referirse a un comportamiento de consciente despreocupación o abandono de los deberes inherentes al cargo.

Ahora bien, si de partida aparece, pues, de manifiesto, la total inaplicabilidad al caso de los preceptos que castigan la prevaricación, constituye una falta o abuso que el asunto se admita a tramitación para el solo efecto de dar curso a una medida precautoria con arreglo al artículo 7° del Código de Procedimiento Penal. De este modo no sólo se desfigura y contraviene el sentido y el espíritu de la jurisdicción en materia penal, sino que se acuerda a la fórmula del citado artículo el alcance de un juicio sumarísimo en los planos civil o contencioso administrativo.

 

III. Denegación de justicia

No puedo dejar de representar a US. la preocupación del Gobierno por la escasa o ninguna eficacia intimidatoria o disuasiva que se obtiene con los requerimientos a los Tribunales por infracción a la Ley de Seguridad del Estado.

Es inevitable relacionar tal ineficacia con la ostensible benevolencia con que son tratados los responsables de tales delitos, y que se expresa ya en la total impunidad, la mayoría de las veces, ya en sanciones irrisorias las pocas ocasiones en que se logra una condena. Debe añadirse la suspensión de la pena, concedida aun en los casos más notorios del propósito de persistir en la perpetración de tales atentados y, en fin, la parsimoniosa y dilatada tramitación.

Baste señalar, a modo de ejemplo, que un cierto periodista de oposición, uno de los más tenaces injuriadores, que ha hecho del vilipendio a las instituciones y autoridades una forma de destacarse políticamente, luego de recibir una condena exigua por varias decenas de delitos acumulados, la que por cierto le fue suspendida, recurrió de queja contra el fallo ante esa Excma. Corte, que luego de dar órdenes de no innovar, demoró más de seis meses en pronunciarse sobre el recurso. Una segunda condena por nuevos delitos cometidos por esta misma persona se halla otra vez ante V. E. también con orden de no innovar, desde hace varios meses.

La circunstancia de que siquiera en el caso aludido hubo condena, en tanto que en la mayoría de los procesos por delitos semejantes la causa termine sobreseída y archivada, no es, naturalmente, motivo de satisfacción.

Me veo precisado, sin embargo, a subrayar la extremada gravedad que reviste la inocuidad de la justicia penal a tales desbordes.

El ultraje al Jefe del Estado, que aunque en lo inmediato lesiona el orden público, ofende también a la soberanía popular, de donde aquél recibe su alta investidura. El escarnio, la mofa, el insulto a las autoridades, así como la difamación y el vilipendio a nuestras Fuerzas Armadas y a sus más altos personeros, constituyen un calculado proyecto de demolición de nuestras instituciones que facilita la disolución social.

Tan sólo a título de ejemplo, he estimado pertinente acompañar a esta comunicación algunas transcripciones de programas radiales difundidos precisamente por la emisora que, con arreglo al tantas veces mencionado artículo 7° del Código de Procedimiento Penal, ha merecido la protección de algunos magistrados. Estoy cierto que V. E. sabrá apreciar la sutileza de las afirmaciones y el ponderado uso del lenguaje que caracteriza a estos textos.

Corresponde también mencionar aquí los incesantes delitos de difusión y propagación de noticias, como asimismo las perversas y ultrajantes insinuaciones a nuestros institutos armados, para llevarlos a la indisciplina o causarles disgusto o tibieza en el servicio o que se murmure de ellos.

Aparece claro que la tolerancia y benevolencia frente a los desbordes contra la autoridad, en la forma de ofensas e insultos a sus personeros, lleva consigo un deterioro general de la respetabilidad de las instituciones, lo que conduce a que tales ataques irracionales alcancen, por razones bien evidentes, no sólo a los representantes del Poder Ejecutivo sino a los miembros de los tres Poderes del Estado.

Si produce desaliento y hasta incredulidad la suerte que corre toda esta clase de denuncias, dicho desánimo es todavía mayor, si cabe, frente a los procesos en que debe investigarse la violencia y el terrorismo, en los cuales resultan carentes de toda elocuencia, para obtener siquiera un juzgamiento, los signos materiales y las armas encontradas en poder de los responsables.

Es así que se da una doble paradoja. Por una parte, la de que el único efecto punitivo para los excesos más escandalosos y procaces cometidos desde emisoras de radio de oposición haya sido la encargatoria de reo de dos Ministros de Estado con la responsabilidad de la Secretaría General de Gobierno. Por la otra, de que el único efecto penal en la mayor parte de los casos en que violentistas han sido detenidos y sus arsenales allanados, haya sido el procesamiento de los Intendentes que dieron la orden y de los funcionarios policiales que la cumplieron.

Falta de celo, pues, para el castigo de los sediciosos; susceptibilidad extrema, para llamarlo de algún modo, respecto de la autoridad empeñada en la defensa del orden público y de la seguridad del país.

Muy diferente ha sido la actuación de esa Corte en sus relaciones con anteriores administraciones a las que prestaba una expedita colaboración por medio de acuerdos emanados de su Pleno.

Tal cosa ocurrió el 11 de septiembre de 1964, en que se hacía ver a las Cortes de Apelaciones la necesidad de que los jueces emplearan en los procesos de la Ley de Defensa de la Democracia “el mayor interés, celeridad y acucia, debiendo realizar la investigación en el menor plazo posible”, agregando que “el magistrado, mediante el ejercicio de sus altas funciones, está llamado a coadyuvar al mantenimiento del orden público”.

Conviene tener presente al respecto el significativo cambio de actitud de la Corte Suprema, tanto más cuanto que al fundamentar el acuerdo en referencia se tomó en consideración “el gran número de huelgas y paros de toda índole que se están produciendo al presente en toda la República…”.

En fecha más reciente, el 30 de junio de 1970, siendo componentes de ese tribunal, con sólo una excepción, sus actuales miembros, se reiteraron acuerdos tomados el 2 de abril del mismo año y el 30 de junio de 1969, en orden a recomendar a los jueces que conozcan de procesos por infracciones de la Ley de Seguridad Interior del Estado, y de otros actos de violencia o terrorismo, la mayor dedicación y energía a fin de que esos hechos sean debidamente esclarecidos, y la máxima celeridad en la dictación de las sentencias que procedan para la debida eficacia de la sanción que se aplique.

Desconocemos algún tipo de acuerdo de similar naturaleza que se haya adoptado por iniciativa del Ejecutivo durante el paro de octubre y de aquellas iniciativas para investigar los actos de violencia desatados por los sectores opositores, ya en contra de canales de televisión o radios, ya en contra de personas que no han concordado con sus directivas gremiales en las acciones ilegales propugnadas por éstas.

En este orden de ideas, no puedo dejar de expresar mi extrañeza por el hecho de no haber advertido reacción alguna de parte de V. E. ante el acuerdo del Consejo del Colegio de Abogados de suspender del ejercicio profesional a cuatro distinguidos miembros de la Orden, entre los cuales se cuentan dos hijos de ex Presidentes de la Excma. Corte Suprema, por el solo hecho de no haber prestado acatamiento a disposiciones manifiestamente arbitrarias de ese Consejo, con motivo del paro de abogados ordenado por él en octubre pasado, en manifiesta transgresión de claros preceptos legales.

Tal sanción constituye un precedente cuya gravedad V. E. debe ponderar debidamente, tanto más si se considera que -merced a ella- se deja prácticamente en la indefensión a la principal institución bancaria del país, cual es el Banco Central de Chile.

Tampoco puede extrañar, entonces, la suerte corrida por las causas que, sólo en la Corte de Apelaciones de Santiago, en un número superior a 160, se han iniciado en el lapso de dos años por infracción a la Ley de Seguridad del Estado.

Pero de la misma manera que el Gobierno se encuentra frente a la denegación de justicia en gran número de casos, algo muy semejante debe soportar la población expuesta a la criminalidad común.

La despreocupación por la necesidad de justicia reclamada en este último caso, precisamente por los más débiles y desposeídos, que contrasta con la diligencia en atender las pretensiones patrimoniales de los poderosos, podría explicarse en la jerarquía de valores a la luz de la cual la justicia es impartida.

 

IV. La escala de valores de la justicia

Un caso, de entre tantos, que seguramente retrata de manera expresiva este trastrueque de valores y desvalores es el acaecido en la localidad de Chesque, cerca de Loncoche. Un grupo de latifundistas armados practicó la retoma de ese predio ocupado por algunos campesinos mapuches sin tierra. El Gobierno no aprueba la usurpación y cree que se trata de formas desesperadas e inconvenientes de expresar la aspiración de los campesinos por la tierra. Pese a ello no puede menos de expresar su sorpresa por las decisiones judiciales en torno a ese caso. Como se sabe, fruto de la retoma fue la muerte a bala de uno de los campesinos mapuches ocupantes. Los tribunales decidieron que el homicidio no era antijurídico, ya que había sido perpetrado en el curso de una legítima defensa de la propiedad y los autores de la muerte fueron puestos en libertad incondicional. En cambio, sólo en prisión preventiva los campesinos mapuches permanecieron siete u ocho meses privados de la libertad, que recuperaron con los esfuerzos de un distinguido abogado que asumió su defensa.

Se sigue de lo dicho que una manifiesta incomprensión por parte de algunos sectores del Poder Judicial, particularmente de los Tribunales Superiores, del proceso de transformación que vive el país y que expresa los anhelos de justicia social de grandes masas postergadas, lleva en la práctica a que tanto la ley como los procedimientos judiciales sean puestos al servicio de los intereses afectados por las transformaciones, con desmedro y daño del régimen institucional y de la pacífica y regular convivencia de las diversas jerarquías y autoridades.

Suele sostenerse, y el argumento se ha esgrimido con alguna insistencia por magistrados de esa Corte en entrevistas de prensa y televisión, que las críticas que se formulan a determinados fallos de la justicia deberían estar dirigidas a la legislación susceptible de ser reformada, pero no a los jueces que se limitan a aplicar la ley. Tal aseveración no es en absoluto convincente y simplifica de un modo inadecuado el fondo del asunto, ya que con tal argumentación se prescinde del hecho de que las leyes se interpretan; y es en la labor interpretativa, en el sentido y alcance que se acuerda a los términos empleados por los textos, donde se despliegan las valoraciones de los jueces, a través de las cuales está subyacente un concepto de las relaciones sociales y de las jerarquías u orden de prelación de los bienes jurídicos. La crítica no se dirige pues a la aplicación de las leyes hecha por los jueces, sino a algunas de sus interpretaciones y valoraciones en contraste con el progreso de las ideas y de las nuevas realidades que vive el país.

Tal vez lo anterior explique que en cada ocasión que la áspera lucha social y política de nuestro país ha llegado a exasperarse como en la crisis de octubre pasado y se han alzado voces de superior significación moral, como la del Cardenal Arzobispo Raúl Silva Henríquez o la de Rectores de las Universidades, la de esa Excma. Corte ha estado ausente o más exactamente, ha estado presente para formular observaciones de dudosa oportunidad y que en caso alguno favorecían la paz social y el restablecimiento del diálogo democrático.

Con la mayor consideración, saluda a Ud.

 

Salvador Allende Gossens, Presidente de la República.